REENCUENTRO Trascripción
de un manuscrito encontrado a bordo del velero Juan Cristóbal: Cuando la ví
por primera vez pensé que me engañaban los reflejos del sol en el agua,
creadores de imágenes borrosas sobre la bruma matinal, últimas neblinas
de una costa que gradualmente se iba desdibujando por la popa. Sin embargo estaba ahí, era real. Desde
la cubierta a proa del palo mayor, con su blancura inmaculada, una gaviota
graciosa y vivaz me miraba. No se trataba de algo nuevo. Muchas veces
desde mi partida (quién sabe cuántos días atrás) otras aves habían usado
el Juan Cristóbal para breves descansos durante su búsqueda de alimento. Juan Cristóbal. Único y fiel compañero
de aventura, un barco que sentía como prolongación de mí mismo, que
escuchaba sin réplicas mis monólogos nocturnos y que sin duda llegaría
a dialogar conmigo antes de acabar nuestro viaje. La gaviota seguía en su puesto. A diferencia
de sus congéneres anteriores, que al primer cabeceo del barco reanudaban
nerviosas su vuelo, ésta estaba ahora recorriendo la proa a pasos cortitos,
como reconociendo un territorio que acabara de anexar a su patrimonio. Continué imperturbable mi rutina de guiar
suavemente el timón del velero para que las olas, impulsadas por un
generoso viento terral, nos hicieran barrenar hacia lo inmenso del mar. Era aquél un viaje atemporal. Contrariamente
a lo programado por todos los navegantes solitarios que había conocido
a través de relatos y entrevistas, la medición minuciosa del tiempo
no me preocupaba en absoluto. Quería entrar en el mar, desnudo mi cuerpo
al sol y a las estrellas, cual si fuera un niño que hubiera decidido
regresar al útero materno. No llevaba instrumentos de navegación, ni
reloj, ni aparato de radio. Estaba volviendo, por fin, a los orígenes
de mi ser en un ejercicio espiritual que podría
elevarme al infinito o sumirme definitivamente en la locura. Quizá se
tratara de la misma cosa. Fijé la vista en mi plumoso visitante.
Su inspección de la proa había terminado y ahora sus ojitos negros y
nerviosos me estudiaban desde la carlinga, al pie del palo mayor. Los
rápidos movimientos de su cabeza me causaban gracia y, sin quererlo,
me encontré al poco rato imitándola, con gestos que parecían los de
un títere con el cuello desarticulado. Un pensamiento me asaltó y tuve
que reprimir una carcajada para no espantar al animalito: ¡singular
esta primera expresión de mi místico renacimiento! ¡Por este camino
llegaría seguramente a convertirme yo mismo en gaviota! Sin abandonar el timón, traté de distinguir
si tenía la gaviota alguna herida y como no pudiera descubrirle ninguna,
al menos desde mi posición, deduje que el cansancio y una pizca de curiosidad
eran las causas de su inesperada permanencia en el barco. Ni siquiera
se alteró su aire circunspecto cuando me introduje en la cabina para
tomar algunas galletas que, dicho sea de paso, no fueron de su predilección
ya que ignoró dignamente las migajas que le arrojé. Cuando ya cerca del mediodía alzó vuelo
y desapareció tras unas nubes bajas, pensé que no la vería más. Sin
embargo, el recuerdo de su níveo plumaje, cuya suavidad podía imaginar,
volvió varias veces a mi mente durante aquél día. Mientras tanto la costa había desaparecido
finalmente del horizonte, haciendo más aguda la sensación de soledad. Mi rutina diaria de navegación incluía
fijar al atardecer el rudimentario timón automático, aprovechando como
dato la puesta del sol en el horizonte. Abocado a esa tarea y mientras
buscaba por estribor la Cruz del Sur, noté con sorpresa que posada sobre
una de las crucetas estaba nuevamente la gaviota de la visita matinal,
reconocible por una pequeñísima mancha negra en el pecho que yo recordaba
del examen que, a la distancia, le había practicado a la mañana. Ahora sí quedé perplejo. Estas aves invariablemente
retornaban a tierra al anochecer, para reanudar sus excursiones de pesca
por la mañana y cuando se internaban definitivamente en el mar, durante
sus migraciones, lo hacían en grupo, nunca solas. Esta visita reiterada
era, por lo menos, extraña. Los días transcurridos en soledad habían
ido despejando mi mente, corriendo lenta pero progresivamente el velo
con que la realidad de un mundo vertiginoso la había cubierto durante
años. Aquellos chispazos de fantasía que solían perecer sofocados por
la rutina, encontraban ahora nuevos espacios para extenderse y me invadían
sensaciones que antes, de tanto en tanto, sólo podía intuir. Una idea a la que no puse freno consciente,
comenzó a desarrollarse. Al iniciar el viaje había desechado, luego
de analizarla, la posibilidad de llevar conmigo algún animalito. Sabía
de navegantes que se habían acompañado de perros o gatos, sin contar
los legendarios loros de los cuentos de piratas. No había querido imitarlos
por una razón simple y egoísta: no quería ocuparme más que de mí mismo,
ni tener otras obligaciones ni cuidados que los que me demandaran el
barco y la navegación. Pero una gaviota era algo muy distinto.
Por más que hurgara en mi memoria no recordaba otro caso similar. Símbolo
de pureza y libertad, que ella misma decidiera acompañarme en aquel
viaje tan especial era para mí un signo, el primero, de que no me había
equivocado al enfrentar de este modo a mi destino. La fantasía continuaba creciendo. Mi corazón
de ermitaño cedía ante aquella ilusión y yo comprendía, por primera
vez, que todo solitario busca en su aislamiento la compañía perfecta
que nunca hallará. Porque a la vez que jugaba gozoso con la idea de
una inédita amistad entre hombre y ave, sabía que no era nuestro destino
permanecer juntos, que aquél ser que ahora me inquietaba estaba gobernado
por su instinto, producto de siglos de evolución, y que carecía del
poder de alterar sus mandatos, como en cambio podía yo hacerlo a través
de mi razón. ¿Subestimaba quizá las posibilidades de
mi nueva amiga? En los días siguientes, mientras el Juan
Cristóbal abría surcos de espuma hacia el oriente, hombre y gaviota
fuimos descubriendo las formas de una maravillosa amistad. Diría más bien que fui yo quién aprendió
algo de ella, ya que en verdad todavía no puedo imaginar qué extraño
lazo retenía a mi lado a aquella criatura. La veía extasiado volar junto
al velero, batiendo sus alas contra el viento para, un momento después,
precipitarse en picada contra el mar y alzarse al instante con una plateada
presa en el pico. Me concedía también la gracia de tomar
en pleno vuelo de mi mano, ahora sí, algún trozo de galleta que sospecho
arrojaba luego al agua. ¡Y cuánto dormía! Acunada por el cabeceo
del barco, pasaba horas con la cabeza entre las alas, inmóvil, ya en
una cruceta, ya sobre el penol de la botavara, hasta que el gualdrapeo
de una vela o algún roción de espuma la despertaban. Otras veces era yo el que sucumbía ante
el cansancio inclinado sobre la rueda del timón. Entonces, cuando ella
lo advertía (¿qué pensamiento de gaviota pasaría por su mente?), se
abalanzaba agitando sus alas contra mi cabeza y tironeaba de mi pelo
con su pico hasta que me despertaba. Durante un atardecer, mientras un sol
incendiado se hundía en el horizonte, creí distinguir a contraluz y
a la distancia la silueta aguda de una bandada de gaviotas dirigiéndose
al norte. Se aceleró mi pulso y en el mismo instante
giré la cabeza hacia mi amiga, que empinada sobre uno de los molinetes,
con un breve batir de alas pareció acusar también alguna señal reconocida. La noche sin luna nos envolvió con su
miríada de estrellas. Recostado en la cubierta mi mirada se hundía en
ellas, perdiendo en la contemplación las dimensiones de mi propio cuerpo.
La gaviota se acercó, trepó de un salto a mi pecho y acurrucándose en
él quedó dormida. Allí la dejé, tratando de hacer más regular mi respiración,
sintiendo que éramos el centro del Universo, hasta que la claridad del
alba nos despertó a los dos. Sabía que el momento tan temido se acercaba. El sol aún no se había elevado totalmente
en nuestra proa cuando divisé a la nueva bandada, mucho más cerca que
la tarde anterior, cruzando nuestra estela. La gaviota se elevó, realizó
un giro completo alrededor del barco y volvió a posarse sobre la cubierta.
Entonces oí claramente el graznido del jefe del grupo, y como respondiendo
a un llamado que le llegara desde el fondo del tiempo, vì
a mi amiga alzarse en el aire y perderse rápidamente con aquella formación. Y así se fue mi gaviota a cumplir con
su destino de libertad. A buscar otros barcos en mares lejanos, donde
otros hombres estarían soñando tal vez mi mismo sueño. Sería injusto decir que me dejó más solo
que antes. No tenía ya su plumaje, es verdad, pero me había dejado algo
más importante, imperecedero y puro: el calor de su amistad. No diré
que encontrarla cambió mi vida porque a esa altura nada podía ya cambiarla,
pero sí alteró mi rumbo: desde aquella mañana del adiós lamenté no tener
alas para seguirla y sólo pude pedirle al Juan Cristóbal que lo hiciera
por mí, con Polares por delante y el sol muriendo a babor. (Fin
del manuscrito) ………………………………………………………………………………. Un
tibio sol de invierno entraba por la ventana del consultorio cuando
el Dr. Cuello cerró su archivo reservado. Junto a la ficha de su amigo
y camarada de tantos viajes, aquella ficha del diagnóstico final e irreversible,
había guardado un recorte de diario. La noticia, fechada en Madrid, lo había
estremecido: “La Comandancia de Puerto de Gibraltar informó haber encontrado ayer al
garete, frente a las costas españolas, al velero de matrícula argentina
Juan Cristóbal con su único tripulante sin vida”. Agregaba un
hecho curioso: “Los
marineros del guardacostas que efectuó el hallazgo debieron sacrificar
a una gaviota que les impedía recoger el cuerpo del marino, empecinada
en tironear con su pico de los cabellos del navegante muerto.” Jorge Maull |