LA
RUTA DE LA MUERTE
Doblando el Cabo de Hornos
De esta forma llegamos a la última etapa de este sorprendente viaje alrededor del mundo. Falta aún la difícil prueba de doblar el Cabo. Veamos como se preparó psíquica y físicamente Vito Dumas para enfrentar este reto
VD. “ Dije en el comienzo de mi relato que no desconocía la serie de vicisitudes que debía soportar para salir airoso de lo que yo mismo había dado en llamar la “ruta imposible”. Admitía que serian enormes las dificultades, pero la realidad superó a la imaginación. No obstante, mis previsiones habían sido objeto de un plan de diez años de estudio. Suponía los riesgos y los enfrentaba, pero un desastre no podía achacarse a imprevisión alguna de mi parte”... “La ruta, la época, el promedio de velocidad, reafirmaban la precisión de mis cálculos. En nada de esto intervino el azar, sino el estudio. Sin embargo, al llegar a Valparaíso, mi alegría no llegaba a ser completa. Una sombra cerraba el camino de regreso a Buenos Aires: el cabo de Hornos. De la cuantiosa cantidad de consejos y opiniones sobre el particular, solo pequeña parte coincidía con lo por mi proyectado y que mantenía en riguroso secreto. Solamente lo revelaría en el supuesto caso de salir triunfante. Ahora puedo manifestarlo. De acuerdo al derrotero argentino, una época era propicia para navegar en la zona del cabo de Hornos. ella se producía cuando la declinación del Sol llegaba a su punto máximo hacia el norte, dando así un margen de días que abarcan el mes de junio hasta el 15 de julio. El promedio de vientos mermaba en intensidad en este periodo y el tiempo prometía posibilidades de realizar un buen viaje. Muchas veces, influido por los terroríficos vaticinios, en la quietud de mi habitación, repasaba los informes que yo poseía y sobe los cuales se basaban mis proyectos. Cada nuevo estudio reafirmaba mi convicción, desechando los malos presentimientos por eso, habiendo llegado el 11 de abril, disponía de muchos días para descansar, pues tenia resuelto zarpar a fines de mayo. Comprendo que las opiniones estaban muy bien inspiradas, pero yo debía ajustarme a mi plan, en el cual confiaba cada vez más”... “Me encontraba bien de salud. prácticamente empapado durante la primera y segunda etapas, no sentía manifestación alguna de reuma. Soy un convencido de que mi estado general tan bueno se debía, más que a nada, a mi limitada alimentación, a la sobriedad impuesta por las circunstancias, pues creo que el exceso es lo que acarrea tantos trastornos al genero humano. es lema en medicina que mueren más por comer que por no comer"
Finalmente llegó la fecha de la partida. Veamos como se inicia esta última etapa, la más corta pero tal vez la más peligrosa y cargada de malos augurios
VD. "Bien temprano, el domingo 30 de mayo fui a misa luego dirigí mis pasos al hotel, a retirar mis petates. Era la primera vez en todo mi crucero que había trocado la "conejera" por una cama. La ciudad estaba aquietada y el sol aún no asomaba tras las montañas cuando llegué a bordo del Lehg II. Estaba amarrado a popa de la corbeta General Baquedano, barco-escuela al que fui invitado muchas veces. Ayudado por amigos del "Yacht Club" fui aclarando mi estiba: vinos, licores, galletitas, conservas de pescado en cantidad. Todo significaba un desquite a un pasado no muy opulento en ese sentido. Debía recorrer tres mil millas para llegar a destino, y conducía provisiones para navegar más de medio año. Se trataba de la etapa más corta, pero también la más macabra. Cook, Bouganville y todos los que habían navegado por esas regiones lo atestiguaban en sus relatos. Hansen, el único solitario que lograría doblar el Cabo de Hornos en ruta hacia el oeste, yacía en las profundidades de la costa de Ancud. Sólo se encontraron restos de su barco sobre las rocas. Bernicot y Slocum prefirieron internarse por el estrecho de Magallanes.
Sabía yo que una fuerte corriente del oeste se estrella sobre la costa entre los 37º y los 50º de latitud sur, para luego remontarse un brazo hacia el sur y otro rumbo al norte. El peligro reside en ser sorprendido por un temporal del oeste que se mantenga por un par de días, y no teniendo el navegante la precaución de dar un buen reparo a la costa, fatalmente el barco a vela y con sólo un tripulante, a la larga es estrellado sobre ella. Por eso, de acuerdo a mi plan, tenía que seguir la ruta de los antiguos clípers, y era también una de las razones por la cual, contra todos mis deseos, no podía recalar en Valdivia, de donde el Yacht Club había reclamado mi presencia.
Soplaba muy poco viento. El amigo Weddod comenzó la tarea de remolque llevando a su bordo otras personas con las que había compartido amables horas. Fuimos sorteando los barcos allí fondeados y torné a ver uno que llamaba poderosamente mi atención aunque no estuviera en mi ruta. Se trataba de un voluminoso cinco mástiles canadiense. Hacia tiempo que se hallaba en ese lugar. Era una especie de sombra negra para mi, un anticipo de las cosas que podrían acontecer en el lejano sur. Ese velero, cargado de madera, intentó doblar el Cabo de Hornos, pero los temporales resintieron a tal extremo su casco, que las vías de agua hicieron peligrar su estabilidad. Su capitán, ante el posible naufragio, decidió desistir de su intento, retornando a Valparaíso, mientras su tripulación trabajaba afanosamente achicando el agua que inundaba el barco. No me sucedería algo parecido? Los rostros sombríos de los amigos que no alcanzaban a iluminar sonrisas forzadas pese a sus deseos de fortalecer mi confianza; las cosas que se me habían dicho instándome a abandonar tal empresa, y ese velero allí, no eran expresiones de los buenos augurios que debe acompañar toda partida.
Sabia que el problema se insinuaría al recorrer la primera milla. Es cuando uno debe bastarse a sí mismo, mantener la línea de conducta a seguir y evitar la influencia exterior, única forma de lograr vencer a veces lo imposible. Bien pronto quedó a popa la escollera, al reparo y desde el punto en que me encontraba dirigí una mirada cariñosa a la gallarda corbeta General Baquedano. Mi amigo el brigadier Sergio Figueroa me recomendó antes de zarpar que volviera la vista hacia la Escuela Naval, en donde estaría establecido un saludo con las señales del código, las que apenas logré divisar en la distancia.
El remolque me abandona a las cuatro de la tarde con muy poco viento, que sopla del oeste"...." Dejo un puerto más en mi larga vida de marino. Sólo que en esta ocasión el rumbo es hacia la incógnita del Cabo de Hornos. Qué me deparará el mañana?
Muere el día lentamente y el sol baja en un cielo sin nubes. A popa, en el fondo de las montañas tras la costa, asoma un pico elevado: es el Aconcagua. Se ha puesto el sol.
El lunes 31 todavía consigo ver la costa por el oeste, casi borrada por el conjunto de nubes bajas y nieblas que se fueron acumulando durante la noche. La corriente ha podido más que el escaso viento y me ha derivado hacia el norte. Mi rumbo es hacia el oeste. A unas cinco millas a sotavento y en demanda de Valparaíso navega un pailebot que viene de la isla Juan Fernández. Mi situación al fin de esa jornada es de 33º 10' sur y 17º 30' oeste. Me llama la atención un ruido como de mar al romper, y lo curioso es que existe calma. El rumor, descubro, se debe a una enorme cantidad de delfines que vienen hacia el Lehg II.
Una vía en la popa, que no puedo localizar, hace que el agua se filtre lentamente. Mi preocupación no es por la cantidad, sino porque si en este tiempo manejable filtra, cuando encuentre dificultades puede serme de mucho cuidado. Por eso busco la vía con minuciosidad, pero sin conseguir ubicarla.
El 4 de junio, al situarme en 34º 58' sur y 77º 15' oeste, comienzo a derivar al sudoeste. Tal rumbo me permite alejarme aún más de la costa y llegar a altas latitudes. El viento, el día 5, se presenta bastante franco, pues sopla del sursudeste. La zona en la cual voy navegando es en la que imperan los chubascos, vientos variables, escasa visibilidad y otros inconvenientes, resultando muchas veces dificultosa la tarea de tomar una altura de sol. En realidad, hasta ahora son escasos los momentos en que timoneo. Casi todo el tiempo lo paso descansando en el interior de la camareta. El barco se comporta muy bien con viento de ceñida y a un largo. Como los predominantes obligan más a la ceñida, de continuar así, muy pocos serán los días que me obliguen a estar en el timón.
El escenario de Cabo de Hornos se va insinuando gradualmente. El zumbido del viento es el clásico de los “cuarenta bramadores” de la tierra sin fin; las densas nieblas suelen dejarme sumido en la oscuridad. Pero no influyen mayormente en mi estado de ánimo, porque siempre espero algo más, aguardo nuevas sorpresas a las muchas experimentadas. Si al iniciar mi viaje alrededor del mundo hubiera tomado la ruta del Cabo de Hornos, lo que me va aconteciendo me habría significado fuerte impresión y largos momentos de inquietud, pero vengo hasta aquí luego de un montón de contrariedades y sufrimientos que me hacen el efecto ya mencionado: esperar siempre más. Todo lo que se presenta lo voy comparando, y llego a la conclusión de que estos días son equivalentes a los más tranquilos del océano índico. La única diferencia notable es la irregularidad de la marejada, debido al escaso fondo.
El 9 de junio, el viento toma los caracteres de un temporal. Como llevo varios días muy descansados, estoy timoneando. El barómetro ha bajado diez grados. Durante el día estuve capeando el oleaje, pero al llegar la noche, con la falta absoluta de visibilidad y esta maldita bitácora que tiende a apagarse, no puedo realizar ese trabajo, y, al desviarme de mi ruta, una ola que viene rugiendo se desploma sobre mí y el Lehg II. Es tan violento el golpe que recibo y me toma tan de sorpresa, que quedo sin aire. El barco y yo estamos bajo la ola. No puedo respirar. Siento la asfixia. Los segundos son interminables. Manoteo el mástil de la mesana para no ser despedido al mar. Lentamente, con una desgarradora lentitud, el barco emerge conmigo. Respiro hondo. Maldita bitácora, que ha agregado una más a su larga lista de fechorías! Siento tal indignación, que arrío la mayor por primera vez y me voy a dormir.
El día 10 establezco nuevamente la mayor. Como mi navegación es de ceñida, las olas barren de continuo la cubierta y resulta imposible hacer trabajo alguno sin ser completamente empapado. Tan sólo en la timonera y al reparo de la chubasquera que hice construir en Chile consigo un relativo confort, si así puede llamársele. El viento y el mar se hacen sentir, pero el Lehg II avanza imperturbable. Es lo que interesa. El frío también va llegando. Es de cinco grados en los actuales momentos. Resulta inútil mantenerse timoneando, pues las manos durante muy escaso tiempo pueden permanecer a la intemperie. Tan es así, que el día 12 de junio, al arriar la vela mayor y establecer la de capa, una vez ya en la camareta, comienzo a encender fósforos, para que la llama caliente los endurecidos dedos. Pero transcurren diez segundos largos antes de que sienta el calor. El barco trabaja pesadamente en la ceñida y las sacudidas lo hacen cimbrar de continuo. Se estremece, trepida, cruje en el áspero mar.
Estoy en los 44º de latitud sur y 82º 45' oeste de longitud. He tenido que reducir el margen que me separaba de la costa y que era de poco más de cuatrocientas millas, por influjo del viento sur que ha soplado en las últimas veinticuatro horas. El día 14 me encuentro a la altura del golfo de Peñas. Cada tres horas debo achicar. No he podido encontrar la vía.
El granizo azota. Las nubes son rastreras. La situación va empeorando a medida que transcurre el tiempo. El 14 alcanzo la latitud 47º sur. Me faltan diez grados para sobrepasar la del Cabo de Hornos. Las olas rompen y se desploman con estrépito en cubierta. Al atardecer me encuentro en la camareta, porque es ingrato permanecer fuera, pues no se trata de una navegación de vientos alisios, de trópicos, en los que uno desea un chaparrón. Aquí, la ropa que se moja debe ser ubicada en la camareta, que da la sensación de tienda. En un hilo que la atraviesa he colgado algunas prendas, pero no se secan. Los días son cortos, el sol apenas se eleva sobre el horizonte. Estoy harto de consignar el repetido chubasco, la rítmica ola, cuando algo raro me impulsa a dar un vistazo afuera. Quién me determina a ello? No lo sé. Es una de las tantas cosas extrañas que suceden a los hombres de mar. Hay como presentimientos inexplicables o que escapan a la explicación que es posible hallar con la inteligencia y discernimiento que se posee. Salgo... y un barco de guerra norteamericano, que se dirige hacia el sur, va dando tumbos con la marejada. Somos dos que estamos mojando la cubierta. Pero es imposible hacernos señas. El barco de guerra y el Lehg II continúan sus rumbos, cada uno con diferente misión.
Como el margen de seguridad se había acortado por la persistencia del viento sur y me llevaba sobre la costa, cambio de rumbo hacia el oeste encontrándome a los 80º de longitud. Arrío la vela de capa para no hacer mucho camino. El día 16 y encontrándome en longitud 82º 30' oeste y 48º 02' sur de latitud, como el viento ronda al sudoeste, dirijo mi proa al sur. El «soplón» que tengo en mi camareta acusa gran variación, producida por la proximidad de metales. Sus patitas, por efecto de los bandazos, están rotas y ya no me servirá, porque no encuentro la forma de afirmarlo. Se produce entonces una tregua después de seis días de tempestad. Establezco nuevamente la vela de capa. Me separan unas seiscientas millas del Cabo de Hornos. Es el momento de estudiar las distintas situaciones que podrán presentarse cuando me halle en la temible zona. Repaso el problema en todos sus posibles aspectos y extraigo la solución más lógica de cada uno de ellos. Voy consolidando, merced a esos estudios, mi plan de navegación.
Es tan intenso el frío, que no puedo tener ni una pequeña parte de la cara expuesta a la intemperie, pues a la temperatura baja se agrega el viento y el granizo, que castigan sin piedad. Mis singladuras son de ciento veinte millas de promedio diario. En la noche del 18 de junio, a ciento ochenta millas al este, se halla el cabo Pilar, entrada del estrecho de Magallanes. No me tienta. Me he propuesto ir por el cabo de Hornos, y no habrá tempestad ni riesgo que modifique mi pensamiento. Estoy pronto para cualquier emergencia aunque no me halle en el timón. No se me escapa un solo detalle.
Voy derivando hacia la costa. Me encuentro navegando ahora en la zona de los icebergs, los témpanos de hielo. Gran cantidad de pájaros revolotean a la búsqueda de alimentos. La temperatura en el interior de la camareta, que se mantiene herméticamente cerrada, es de cinco grados. Mi posición el día 20 es 78º 15' oeste y 54º sur. A cuatrocientas millas al este una cuarta al sudeste se encuentra el cabo de Hornos. Se acerca, se acerca. Dos días después se desata un temporal del norte que me obliga a arriar la vela de capa en la noche. Ya mi rumbo es francamente al este. Voy en demanda del océano Atlántico, que va a hacer un año comencé a surcar. Es el 23 de junio. El viento es recio y sopla del sudoeste. La enorme mar de fondo que viene del inmenso Pacífico me ayuda en la marcha hacia el este. Me encuentro a 56º 23' de latitud sur y 71º 30' de longitud oeste. El viento sopla a ochenta kilómetros por hora. El Lehg II continua con su vela mesana, de capa, trinquetilla y un tormentín de proa. Estoy próximo a la «ratonera» y me ha dado por timonear. Por el lado del nordeste, a las cinco de la tarde, diviso Tierra del Fuego, y, francamente, si éstas son las olas máximas con el viento respetable que está soplando, puedo dormir tranquilo, porque no es lo que yo esperaba. Quizás estuve exagerado en pensar lo que aguardaba; es posible que mi imaginación, pequeña en el índico, haya sido aquí exuberante. No puedo negar que el viento es fuerte; las olas vienen encapillando, pero el Lehg II se defiende perfectamente, sin peligrar en momento ninguno. Cuánto debo de haber sufrido para llegar a esta conclusión! Es indudable que estoy en la «ruta de la muerte». Por respeto a aquellos esforzados marinos de la antigua España y otros que han sucumbido en estas desoladas regiones, debo aceptar que el peligro existe. Sin embargo, delante de mí parece que surgiera una calma. Así se me ocurre. Como he venido esperando más y más, como ninguna dificultad me ha parecido insalvable, como en ese aguardar de lo imposible llegué a pensar mucho en la muerte, a la que parecía ir en su búsqueda, es muy factible que lo grande no me sea tanto y cometa alguna irreverencia. Es, en realidad, el recuerdo del índico el que achica todos los escenarios, atenúa los peligros, les resta valor a las dificultades.
A la caída de la tarde voy dejando la
zona de viento, para penetrar en una de más calma y cielo despejado.
La posición del Lehg II es 57º 10' de latitud sur y 70º
de longitud oeste,
vale decir, noventa millas más y estaré
al sur del cabo de Hornos. En la noche, el viento del norte es ya de temporal.
Sólo de tanto en tanto me asomo al exterior para intentar descubrir
algo por la proa.
Es medianoche y, de acuerdo a la velocidad a que voy navegando, el cabo de Hornos se encuentra a mi través. El viento y la mar son fuertes. Dentro del barco es necesario estar afirmado para no irse contra un mamparo. A la luz de una pequeña lámpara de queroseno, me encuentro sentado procurando poner en condiciones de prestar servicios el «soplón», cuando una sacudida terrible me despide violentamente yendo a estrellar mi cara próximo a un ojo de buey de la banda opuesta a la cual me encontraba. El dolor es terrible.
Me siento atontado y advierto que la sangre mana abundantemente de mi nariz. A tientas tomo una cantidad de algodón y la aplico a mi cara, para evitar mayor hemorragia. Maltrecho y dolorido, me echo en un rincón del piso. Espero unos minutos para reaccionar. No sé exactamente lo que acontece. Temo que me haya roto el frontal. En ese caso, qué haré? En mi semiinconsciencia, alcanzo a medir la situación, a pesar las funestas consecuencias que pueden acarrear a mi persona mientras el barco va navegando. Comienzo a realizar una especie de exploración por el maxilar. Los dedos van palpando posibles fracturas. Un descanso. Las manos están ensangrentadas. El mentón nada ha sufrido. El dolor sigue siendo fuerte, pero la mente va retomando lucidez. Nueva exploración ascendente. Al tocar la nariz, noto que juega exageradamente. Palpo el tabique. El dolor ahora es más fuerte. Está fracturado. Pienso, satisfecho: «Eso no es nada.» Me decido por lo peor, por lo que más temo: los ojos. Los palpo. Qué sensación de alivio! Están intactos. Por ese lado no hay peligro. Continúa el arqueo: en el frontal, los dedos tropiezan con el labio de una herida. Media hora más, media hora larga, la sangre comienza a coagularse... y el cabo de Hornos me ha hecho pagar su peaje. A la velocidad que navega el Lehg II, calculo que debe de estar ligeramente en popa.
Durante el resto de la noche sopla persistentemente y con furia del norte, pero al amanecer del 25 calma un tanto y ronda al sudoeste. No logro ver rastro alguno de tierra; sólo las nubes que se agolpan por el norte indican su existencia. La relativa calma es aprovechada para achicar y realizo una escapada para saber qué dice el espejo. Mi cara está algo deformada por la sangre coagulada y la correspondiente hinchazón. Eso no es nada. Ya navego en aguas del Atlántico."
De esta forma, como el dice “pagando un peaje” logra en la noche del 24 de junio doblar el temible cabo y comenzar la navegación por el Atlántico en busca del último puerto. En este largo caminar está el recuerdo de todos aquellos marinos que han sucumbido a la ferocidad del cabo. Dumas se siente acompañado y protegido por todos ellos que luchan con él para que esta vez sea el hombre el que venza.
VD. "Ha transcurrido el día 25 navegando lentamente con tormentín, trinquetilla, vela de capa y mesana. Parece que olvidé algo. Recién en este instante se me ocurre mirar a popa. Qué es lo que ha quedado allí? Un nombre: cabo de Hornos, de fama siniestra.
Qué terrible significado el de estas pocas palabras: cabo de Hornos! Qué cementerio espantoso habrá debajo de este mar que bulle! Al frío del ambiente se une el del miedo que produce. Todo parece llamar a lo hondo. No sé por qué, pero se me ocurre que existen imanes que atraen, que tiran hacia abajo. Si tuviera más madera bajo mis pies, me calmaría yendo de un lado a otro. Pero no puedo andar, no puedo dejar de pensar. No es el temporal, es algo así como la leyenda, como el recuerdo de lo que se ha escuchado y se ha leído.
Hay temporal, sí, lo hay, pero es otra
cosa la que flota en este ambiente aterrador. Estoy tratando de desentrañar
la incógnita de si éste será el último momento
para razonar. Quizá dentro de unos segundos todo se haya terminado.
Mientras tanto, la pequeña luz que irradia mi farol me obliga a mirar
con cariño a estas maderas trabajadas que antes pertenecieron a un
árbol. Pienso en que mejor estaban en tierra, cuando vivían.
Si ellas tuviesen alma, renegarían de este presente al que las estoy
exponiendo. Todo ha sido como una escala; fui ascendiendo, escalón
a escalón, hasta encontrarme aquí. Aquí, cerca del
Cabo de Hornos. Si cuando muchacho me hubiesen dicho que alguna vez me encontraría
donde me hallo, jamás lo hubiera creído. Tornan a sonar en
mis oídos y con una sonoridad opaca, como si viniera del fondo del
mar o de lo alto del cielo, esas palabras que constituyen una verdad y que
entonces no llegaba a comprender ni quería admitir: «No le
convendría más dejar el libro de navegación aquí?
Sería una pena que se perdiera.» Me lo decían en Valparaíso
con algunos rodeos, con voz que quería ser persuasiva y a la vez
no impresionarme. Pero no escapaba en esos momentos a mi análisis
todo lo que se me insinuaba. Quería saberlo todo, todo lo malo que
se hubiera sufrido en el cabo de Hornos. En mi estante, el que tengo aquí
cerquita, están los libros de Cook, de Bougainville y de otros navegantes,
libros que he leído y releído. Recuerdo la admiración
que me produjo la noticia de que Al Hansen había logrado doblar el
cabo, admiración que se truncó poco después en un terrible
final. No había podido sustraerse al signo que impera entre los 50º
del Pacífico y los 50º del Atlántico.
Sufrí en carne propia sólo pensar, antes de este momento, la odisea de tener que doblarlo. Era la única forma de volver a puerto. No admitía otra. Me había convertido en un jugador empedernido: o todo o nada. Y en estos segundos alargados de impaciencia y de angustia estoy colocando sobre el verde tapete de la vida mi última carta. Si el hado me es adverso, será fácil decir: «También es una locura el haberlo enfrentado.» Pero... si me resulta favorable?... Quizá llegue esa esperanza de los que no pudieron; acaso los que han sucumbido me estén ayudando. Quizá no me encuentre tan solo como pienso; posiblemente, todos los marinos de todas las latitudes sean los espectadores de esta lucha de borrasca y tinieblas. Acaso las tinieblas se intensifiquen, se hagan más densas y ya la luz del farol deje de brillar ante mis ojos, cuyos párpados se aprieten en un postrer instante para no ver nada más y nunca más. Esta luz que casi no necesito es mi compañera visible, es mi defensa ante el caos. Sintetiza la vida.
Cuántos marinos, cuántos que por los azares de la vida han debido sufrir sus consecuencias al viajar por estos lugares! Qué es lo que siento? Cómo podría transmitir la emoción del primer hombre que lo ha doblado solo y aún vive? Aquí, junto a mí, hay un marino que fue. Qué alegría cuando acudió a visitarme y estampó su firma en este mamparo! Era una tarde de sol del año 1934. Ponderaba el trabajo de mi Lehg II, en construcción. Me contaba de su madre, que había quedado allá lejos, en los fiordos de Noruega. Narraba sus proyectos. Parecía mentira que, con la voluntad y optimismo que trasuntaba, pudiera terminar así. Ha quedado allá, a mis espaldas. Es Al Hansen. Pena grande que no haya vivido, para poder contar, con más propiedad que yo, lo que ha sentido al doblar este cabo. Sinceramente, en el presente instante gozo de un privilegio. Pero... que significa el citado privilegio si, luego de haber realizado las fantásticas singladuras de cuatro mil doscientas, siete mil cuatrocientas y cinco mil cuatrocientas millas, me faltan mil para abrazar a mi madre? Son muchas millas, que se alargan cruelmente. Pero mirando a popa y considerando las qué han quedado atrás, lloro de alegría. Debo avanzar más. Avanzar siempre. Pero el viento está de proa; hay que recurrir a los bordos, a esa línea en zigzag que insume muchas millas para adelantar unas pocas.
Me molestan las heridas de la boca y sangran cada vez que intento comer. Ya en el atardecer del 27 y a la vista de un lobo marino, luego de haber navegado sin visibilidad alguna con el cielo encapotado, vuelvo a virar, a fin de no allegarme a la isla ya mencionada, pues la presencia de ese lobo indica su cercanía. Son tan peligrosas las inmediaciones y tan intensa la marejada, que conviene darle un reparo de veinte millas. El día siguiente me sorprende navegando sobre el banco, que no he podido evitar. Las sacudidas son violentas y comienza a nevar. Me preocupa la falta de una situación que me permita saber a qué atenerme con respecto a la distancia que me separa de las islas Malvinas, pues despiden unas islas al sur de ellas, como la de Beauchene y el banco Mintay. No quiero dejar al oeste las Malvinas, porque me obligaría a un amplio rodeo, en el cual la corriente me llevaría hacia el centro del Atlántico. Al viento y al mar los estoy trabajando, pero el problema consiste en mi situación, ya que me veo en la obligación de navegar de estima.
Pocas veces he esperado la llegada de un nuevo día con tanta ansiedad como la del 29, pues en la oscuridad no puedo saber por dónde navego y temo siempre el imprevisto obstáculo. La luz me brindará esa visibilidad tan necesaria y será factible en ella sortear los escollos que surjan. Es imposible tomar altura. El día ha llegado y, con la claridad, la zozobra se atenúa. Un chasquido me impulsa a salir a cubierta. Por efecto de los fuertes pantocazos se ha roto la landa que sujeta el estay que a su vez sostiene el palo mayor hacia popa. Lo reparo prontamente y dentro de las escasas posibilidades que el tiempo me concede. En el momento en que vuelvo a la camareta echo una mirada en torno y consigo divisar por entre la borrasca las islas de San José. Qué alivio! Las Malvinas van quedando. Aún faltan las islas Salvajes, que despiden en la parte norte del grupo de las Malvinas. Pero de continuar el viento en la misma forma, posiblemente a medianoche las deje en popa.
El 30 de junio logro situarme, y me da 62º 30' oeste y 49º 55' sur. En adelante, cuestión de días... No sé, tengo la sensación de estar ya en familia. El agua, los delfines, la gran cantidad de pájaros que vuelan alrededor del Lehg II, constituyen un ambiente familiar. Ya no puedo esperar ningún contraste. Voy rumbo a Mar del Plata. Llevo un mes de viaje. Esa mar que tanto hizo sufrir al barco por lo corta, debido a lo irregular de su fondo, no molesta. Navego en un fondo que oscila en las ochenta brazas, y a medida que me acerque al norte, paulatinamente irá mermando. La mar que puede arbolar esa profundidad es de tan escasa importancia para el Lehg II, que, aun soplando un vendaval, las olas que provocaría no me afectarían mayormente a mí ni a mi barco. He rebasado Santa Cruz y la costa se encuentra a unas doscientas millas al oeste. El cabo de Hornos ha quedado lejos y, junto a él, aquella serie de comentarios fatalistas que me obligaban a cada rato a estudiar más hondamente mi plan, a fin de cerciorarme de si carecía de errores. En esos días deseaba encontrarme en la zona peligrosa, en la «ruta de la muerte», para terminar con las pocas dudas que pudieran haberse infiltrado en mi espíritu y gustar así de la satisfacción inefable de no haberme equivocado. Todo queda en popa. Hasta los mismos sufrimientos parecen achicados a la distancia, como quien mira con los gemelos puestos del revés.
Como consecuencia de la navegación de ceñida, todo está impregnado de agua de mar en el interior de la camareta. La temperatura se mantiene en cinco grados, pero mi promedio de marcha es excelente. El 2 de julio me encuentro en 60º 30' oeste de longitud y 45º 50' de latitud sur, a unas cuatrocientas millas de Mar del Plata. El sol ya se eleva, caldeando la atmósfera; viene llegando una tibieza acogedora, como de siesta; el viaje se alegra con pájaros y delfines de hermosas listas blancas; el viento es beneficioso, al soplar del oeste; el Lehg II sigue ganando camino navegando solo la mayor parte del tiempo. Y el 5 de julio por la mañana y procedente de Buenos Aires avisto por el nordeste un cuatro mástiles remolcado por un vapor chileno. Son los que transportan carbón y que se dirigen en procura del estrecho de Magallanes. Al día siguiente veo aparecer nítidamente el sol. Ya los celajes, nubes bajas y chubascos han quedado a popa. De acuerdo a mis cálculos, al promediar la tarde debe aparecer por proa Punta Mogotes.
Vito Dumas llega a Mar del Plata el 7 de julio de 1943, última etapa antes de llegar a Buenos Aires un mes después. En este viaje por nuestras costa no faltaron aventuras y peligros.
VD “ Me hallo dedicado a la grata tarea de preparar un chocolate, cuando, ignoro por qué motivo, se me ocurre mirar a proa... y descubro la costa, de la que me separan escasamente cinco milla. ¿Qué había pasado? Compruebo que el cronometro tiene un retraso de cuatro minutos sobre su régimen de marcha, lo que ha aparejado una diferencia de sesenta millas en longitud. A proa está Quequén. Mi indignación no tiene limites”... “Tomo una determinación: archivar sextante, cronometro, cartas de viento, y de allí en adelante navegar a ojo de buen cubero. No pudiendo eliminar la brújula, ella se salva de mi furia marina. Y me olvido del chocolate, para sentarme ante el timón e iniciar así una navegación a vista de costa, fumando un grueso cigarro de hoja. Comienzan a desfilar ante mi vista las interminables playas, los rubios medanos, un arbolito allá, un rancho más lejos; al fondo se divisan las estribaciones de la costa. El color del agua es de un verde de Nilo debido a la escasa profundidad.
De todo el largo viaje, confieso que recién ahora me estoy deleitando con la navegación. Gozo de un día de sol espléndido, generoso, y a la llegada de la noche me hallo frente a la baliza Mala Cara. La luna esta en cuarto creciente. Hasta el viento es una mansa brisa que sopla de tierra.
Mar del Plata dista tan solo 18 millas y enfrento el puerto a los primeros minutos del 7 de julio. En treinta y ocho días he transpuesto tres mil millas, de las que solo he timoneado siete. Prácticamente, el Lehg II ha venido solito”. “ La más exaltada fantasía no se hubiera aproximado a esta realidad que estoy viviendo. Desde la amistad que me dispenso el comandante de la base, capitán Dellepiane, hasta el marinero, en toda esa gama de la escala social fui objeto de elogios y congratulaciones que se renovaban de continuo”... “ el mundo hermano se encontraba a mi lado. Queriendo horadar con la vista el infinito, agradecí a Dios el momento de recogimiento que me proporcionaba, y musite quedadamente, como para mi mismo, para ese poquito divino que llevamos dentro: <daría cien veces más la vuelta al mundo si este es el premio que me otorgáis>
“ El Lehg II se encuentra amarrado próximo al guardacostas Belgrano. debo dar punto final, aun a mi pesar, a esta amable estada. Me separan aun más de doscientas millas para llegar a Montevideo”... “ Por eso zarpo una tarde para transponer la pequeña distancia que me separaba”... “ Decido realizar bordadas de dos horas cada una, para no apartarme mucho de la costa. así continuo durante toda la noche, el día siguiente y la nueva noche y con más de treinta horas de marcha, sólo me encuentro a la altura de Mar Chiquita. A las diez de la noche doy el bordo a tierra. Hasta entonces había dormido apenas una hora y media. Serian las diez y media cuando salgo precipitadamente a cubierta. quizá la fuerte corriente, acaso la fatalidad: a proa, a unos cien metros, están las rompientes de la costa”... “ Doy un golpe violento de timón intentando derivar. El barco no responde. La rompiente ya está cerca. trato de orzar, pero el Lehg II prosigue directo a la rompiente. esta me eleva de popa. Al dejarme, siento una tremenda sacudida. La quilla ha tocado el banco de arena. La rompiente que viene se desploma sobre cubierta, quebrando la botavara de la mesana. Mi desesperación no tiene limites. Siento tan hondo las heridas que sufre el barco, que al lamentarme no hago más que decir: < Soy un mal marino...Soy un mal marino...Soy un mal compañero...Tengo la culpa de que estés padeciendo...> Inmediatamente pienso en que no son momentos para lamentaciones y resuelvo intentar la salvación del Lehg II haciéndole ganar en lo posible la costa. Aprovecho cada ola que llega para maniobrar con el timón y lograr aunque no sea más que unos centímetros. Al poco tiempo, el barco descansa en el fondo de arena. Las olas hacen bailar locamente la barra del timón. como primera medida, comienzo a aligerar el barco.
Es medianoche. Con el agua que me llega a cubrir totalmente, traspongo los escasos quince metros que me separan de la playa, en donde deposito todos mis enseres, que mantengo con los brazos en alto para que no se mojen aunque un breve trecho de agua me cubre. Operación repetida muchas veces... Recién en el atardecer del nuevo día doy fin al penoso trabajo. El barco, así alivianado y como yo había tenido la precaución de no arriar vela, para que, al ser levantado por una pequeña cantidad de agua, le permitiera acercarse aun más a la costa, hace que, en la baja marea, quede en seco. Cada tanto voy a visitarlo. Pienso que quizá ya no navegará más. Todos los barcos que han tocado fondo por esas playas se han perdido irremisiblemente.
Gracias a la ayuda de barcos de la armada el Lehg II pudo ser reflotado y llevado a Mar del Plata. El barco no sufrió avería alguna por lo que pudo seguir la navegación unos días después y finalmente recalar en Montevideo el sábado 7 de agosto de 1943, desde donde partiría para llegar a Buenos Aires al día siguiente última recalada de este impresionante viaje
VD. “A las cinco de la tarde del sábado, día de sol espléndido, tan diferente a aquel otro achubascado de una partida que creía sin retorno, se producía la vuelta. Vítores, exclamaciones, lanchas barcos, gente apiñada a lo largo de la escollera, tamboriles: se repetía la triunfal recepción de 1932, en mi viaje de Francia. nada había cambiado, tan solo el monumental edificio del Yacht Club Uruguayo daba distinto matiz al escenario”... “De Buenos Aires, unido a cartas y telegramas conmovedores, llegan dos barcos: el Sony y el Guaira, que traen a los amigos Lonné, Elizalde, Justo - el diseñador del velamen -, Manuel M. Campos, los hermanos Uriburu, Capdevila, Ildefonso Fernández, el ingeniero Arrieta y señora, con quienes iniciaré la vuelta a casa en conserva. Y fue así, porque al zarpar, aprovechando el viento del norte, el Lehg II tomo rápidamente una gran delantera a los del Sony, que <no trabajan> hasta después de las diez de la mañana; no aconteció lo mismo con los del Guaira, que con el potente motor, me dio alcance a las once un poco más allá de La Panela. Como me esperaban en Buenos Aires a las once de la mañana del domingo, y en la incertidumbre de que el viento más adelante, amainara, me filaron un cabo, y el Lehg II fue remolcado.
Arriando velamen me traslado al Guaira para iniciar una navegación de comidas a horario y sin ningún trabajo. En esta forma a la medianoche fondeábamos frente al puerto de Buenos Aires y a la altura del Km. 10, para esperar el día y realizar mi entrada a la hora convenida .
El 8 de agosto de 1943, entre los ensordecedores ruidos producidos por las innumerables pitadas y sirenas de los barcos, ante la gritería y aplauso de la enorme cantidad de publico a bordo de los barcos que me escoltaban, siendo las diez de la mañana, entraba en el regazo del acogedor puerto, para, luego de una serie de maniobras, tomar amarras a las once en punto”... “Al poner pie en tierra, el abrazo de mi amigo el comodoro Aguirre, los saludos del representante del ministerio de Marina y, más tarde, el de mi madre, me hacen comprender que por algo la multitud, los amigos, todos estaban allí reunidos, guiados por un solo sentimiento: el de festejar mi éxito. Había dado la vuelta al mundo en la < ruta imposible >.
“Gozo de este atardecer que me prodiga la naturaleza en un rincón olvidado de las sierras cordobesas. Un perro ha hecho un hoyo para pasar la noche en la tierra blanda; los pájaros merman lentamente sus trinos. Es tan solo un cuchicheo muy tenue. Se esfuman los colores; los contornos se funden en la oscuridad; llega la noche, que baja de la montaña; allá en el valle van apareciendo luces que son como estrellas caídas; cada una acusa la presencia de un barco que navega en la tierra y cada una anida un problema; cae el silencio, desposado en sombras. Es tal la beatitud que me infunde, que una callada oración brota del fondo de mi ser: <Dios mío, prodiga esta paz y guía a los puertos del mundo a todos los marinos que navegan como huérfanos en la inmensidad delos mares.>“
Veamos como registraron los medios periodísticos de la época el arribo de Vito Dumas a Buenos Aires luego de su impresionante viaje alrededor del mundo
“El Gráfico Domingo 8 de agosto de 1943”
TRIPULANDO SU “LEHG II” REGRESO EL NAVEGANTE SOLITARIO
UN GRANDIOSO RECIBIMIENTO SE LE DISPENSO A VITO DUMAS
Ya está de vuelta en casa nuestro navegante solitario, ya se acabaron nuestras angustias, pero también concluyo el romance. Con el viaje de Dumas nos ha acontecido como cuando se lee una buena novela: se desea conocer el final para salir de la incertidumbre, pero se siente pesar cuando se arriba a él. El final del romance de Dumas ha sido magnifico. Todo colaboró para que llegara al máximo de su brillo. El día, aunque un poco nublado, fue mejor que los anteriores. Un lindo viento norte permitía a los veleros desarrollar buena velocidad y realizar sus maniobras con seguridad. (...) (...) Ya el sábado por la tarde se pudo presenciar un desfile de barcos que venían de San Isidro, San Fernando y Tigre. Figuraban en él los mejores ejemplares de nuestro Yachting a vela, los más modernos, de alto valor como el Huailien II, Aguacil, Muriel, Mouchete, Delfin, Cangrejo, Australes, Chubascos y Costeros; una legión de dobles proas, otros que no respondían a un tipo definido. (...) (...) En la mañana del domingo tempranamente estuvieron muchos barcos listos y se internaron en el estuario. Al llegar al Km. 12 del Canal principal de entrada se encontraron con el gran motor sailer ”Guaira” que había ido hasta Montevideo para venir escoltando al barco de Dumas. (...) Como soplo un fuerte viento norte durante toda la noche el Lehg II camino mucho y le costo gran trabajo al “Guaira” alcanzarlo. se resolvió fondear a la espera de que se hiciera de día, pasando Dumas al “guaira”, por tratarse de un yacht más cómodo, con el objeto de que descansara. Dumas durmió, a lo sumo tres horas; sin duda debido a la emoción que lo embargaba. Su espíritu estaba inquieto. (...) (...) Ya para ese momento había unos treinta yachts entre grandes y chicos rodeando al “Guaira” donde se encontraba Dumas. En cuanto el “Lehg II”, amarrado a la popa de este gran barco, parecía resignado a ser arrastrado sin nadie a bordo. Sin embargo brincaba como un potro. Al llegar a la altura del kilometro 6 vemos que el “Lehg II” dando un gran brinco se desprendía del cabo de remolque y se iba a la deriva rumbo a Quilmes. ¿Cortó el glorioso queche su cabo de remolque? Efectivamente: este potrillo bravo, acostumbrado a luchar contra los más furiosos mares del mundo, no podía permitir la ignominia de ser arrastrado de la nariz a la entrada de Buenos Aires y delante tanta gente, justamente cuando tenia que demostrar a los compatriotas todo lo gaucho que era. Rompió el cabo de remolque pues, y se puso a corcovear a sus anchas, completamente libre. Pronto comprendió Dumas su ingratitud para el viejo amigo. Ambos habían corrido juntos enormes peligros y sostenido largas y afectuosas charlas. Pidió a los del “Guaira” que se acercaran al digno y orgullosos prófugo y salto sobre él. Al sentir las caricias de los pies de Dumas sobre su cubierta el queche se entrego dócil y manso a los deseos de su patrón. Dumas, ya tranquilo izo la mesana para que presentara, luego la mayor y por último la trinquetilla, dejando el foque arrollado al estay del mismo. (...) (...) Cuando el “Lehg II” con su pintoresca comitiva enfrentó la entrada del Antepuerto, empezaron a sonar todas las sirenas de los vapores surtos en el mismo; a ellas se sumaron las bocinas de las lanchas y yachts a motor que hacían acto de presencia. Pero el viento, que en las entradas de Mar del Plata y Montevideo no habían querido soplar, esta vez lo hizo con mayor fuerza de la necesaria, adelantando la llegada en casi una hora. Entonces se le indico a Dumas que diera una vuelta por el Antepuerto. Por último se dirigió al fondeadero, y con la habilidad de que ha dado pruebas en otras oportunidades llegó con precisión hasta la marra, no obstante molestarlo, inconscientemente, muchas lanchas llenas de admiradores. Lo demás ya lo sabemos. abrazos, lagrimas, clamoreos, y por sobre todo esto, una multitud enardecida por el entusiasmo que motivo esta grandiosa hazaña.
L. MARTÍNEZ VÁZQUEZ
De esta forma finaliza el viaje de este gran marino argentino, desde CIBER-N@UTICA le ofrecemos este pequeño homenaje a fin de tratar de rescatar su nombre del injusto olvido al que fue sometido por sus compatriotas. Veamos como corolario, las conclusiones a que llega y que están expresadas en su libro “ Los Cuarenta Bramadores” (Editorial Juventud) él cual recomendamos leer, ya que las líneas aquí escritas son una pálida muestra de este apasionante libro. Algunos dirán que son consejos pasados de moda y que con la tecnología de hoy totalmente superados. Puede ser, pero seríamos necios si no los analizáramos con atención, dado que provienen de un marino que con un barco de madera de 9 metros, sin motor, y como único instrumental un compás, un cronometro y un sextante dio la vuelta la mundo por “la ruta imposible”
VD. “La eslora de un barco en alta mar, máxime como la del Lehg II, que llega a los nueve metros cincuenta y cinco centímetros, encontraría oposición en algunos entendidos, admitiendo que no es la eslora ideal; pero recordaré al respecto una verdad dicha por el redactor de El Gráfico don Julio Martínez Vázquez, quien, al preguntarme en Valparaíso sobre mis proyectos para el futuro, que nunca faltan en la mente de un marino, le conteste que, de ser el Lehg II adquirido para dejarlo descansando en un museo, pensaba construir otro con eslora mayor de 15 metros. Entonces me replico: <estaría mucho más tranquilo en un barco como este que en otro mayor.> Es evidente. Quizá me dejaba arrastrar, en aquel proyecto, por la ilusión de una comodidad, pero la práctica ha demostrado que la eslora del Lehg II y el tipo de casco doble proa permiten fáciles salidas de agua con cualquier mar, agilidad rayana a la de un acróbata de circo, y, por sobre todas las cosas, el reparo de la misma ola, que hace que no produzcan estragos en la obra muerta, pues ofrece menor resistencia.
No quise colocarle mástiles más allá de los nueve metros contando desde cubierta, pues lo único que hubiera conseguido habría sido hacerlo escorar mucho más en una navegación sumamente dificultosa. He notado que con vela de capa, en cambio de la mayor bermuda, que reducía en pocos metros su área velica, no incidía en sus singladuras diarias, a tal extremo que un día con vientos de más de veinte kilómetros y habiendo establecido la ballón para comprobar su comportamiento, comprobé que, no existiendo un nivel bajo de oleaje, el barco trabaja mal. Las rachas lo tomaban solamente en lo alto de la ola y, al ser arrastrado en ele seno de la misma, forzaba por irse a la orza, produciendo una escora anormal. quiere decir, que en lugar de ir en línea recta, la marcha se realizaba con pronunciado zigzag.
Las dos ventajas que me reporto el aparejo bermuda, y que no cambiare por más barcos que posea, son: lo fácil que me resulto arriarla o establecerla, aun con vientos que pasaban lo cincuenta kilómetros, y la eliminación de una cantidad e perchas y cabos que se requieren para establecer un pico que, ya sea por el roce sobre los obenques, ya por los deterioros debidos al agua y al sol, un día es un motón que da un dolor de cabeza, otro la culebra, cuando no la misma driza. Se me observara que, como he debido navegar la mayor parte del tiempo con vientos de popa, la vela bermuda es la menos indicada. sin embargo, en la practica, ha rendido los mejores resultados.
He recogido experiencias en barcos con grandes lanzamientos. En el año 1931 demostré al mundo del Yachting la posibilidad de hacerse a alta mar con un barco de regatas, confirmando con mi ocho metros de la clase internacional, en el viaje del Lehg I desde Francia a Argentina. Este acontecimiento, que por primera vez se producía, hasta el día de hoy no fue repetido. Años más tarde, los ingenieros navales evolucionaron hacia la tendencia de afinar el barco de crucero, dándole un relativo lanzamiento. Pero en el viaje que acabo de efectuar, un barco en esas condiciones me habría dado un resultado desastroso. Las olas, que sobrepasaron los dieciocho metros, y vientos que llegaron a soplar a ciento cuarenta kilómetros, me brindaron la suficiente alegría al corroborar que el doble proa construido con cuadernas en su totalidad y no con varetas posee la unión tan necesaria para afrontar los terribles y continuos zarandeos. No se concretaba la navegación a un temporal esporádico, sino a una serie interminable de ellos que por días y días no ofrecía tregua alguna.
Con respecto al ancla de mar, mi opinión en este sentido es terminante: jamas dispondría de lugar en mi barco para un artefacto semejante. estoy convencido de que la defensa de un barco en el mar, la posibilidad de un relativo confort, se logra siempre con un trapo establecido. Le permite libertad de acción. lo eleva sobre las olas, y si se pretende correr una tempestad de más de cien kilómetros por hora, contra la opinión de que la ola alcanzante pueda producir estragos al romper sobre cubierta, diré: una de mis diversiones favoritas era correr, precisamente, en plena borrasca, arriba de un colchón de rompientes. la velocidad superaba en esos momentos las quince millas horarias, para volver a calzar la popa en otra ola y repetir ese deporte de lo más emocionante.
Es razonable que ante una ola que se presenta rugiendo en popa y que parece imposible que el barco pueda elevarse sobre ella, se sienta una especie de terror; pero una vez comprobado que el pánico está fuera de lugar, uno se habitúa también. Muchos, en análogas circunstancias, habrían capeado. Les puedo asegurar que no he dejado de realizar la experiencia, descartándola de inmediato al sentir como en carne propia en enorme quejido del barco al ser sepultado por las olas embravecidas.
No soy partidario tampoco del lastre interno. Resulta, de todos modos, peligroso. Porque aunque este bien asegurado, un imprevisto puede moverlo, con gravísimos resultados.
Respecto de la tarea de situarme, resultaba las más veces dificultosa por el zarandeo constante. otro obstáculo también grande lo representaba la ausencia de horizonte verdadero, obstruido por infinidad de planos producidos por la marejada. Si pretendía quedar de pie y afirmado próximo al palo de mesana para pescar el sol, las olas que llegaban a penetrar en el interior de la lente, empañando y mojando los espejos, obligaban a suspender la operación, con el agregado del peligro de las violentas sacudidas, en las que varias veces estuve a punto de ser despedido al mar”.