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Las siete navegaciones de don José.
(En el Año del Libertador)

Un viaje es siempre una aventura. Quien recorre mundos, arriesga una parte de su vida, olvida el pasado, renueva el presente o juega el porvenir. Vivir sin viajar es vegetar, es como jugar sin osar. Por eso el romano, tan apegado a su Lacio y a  sus penates, sentenciaba: “Novigare necesse est: vivire non necesse”. Al levantarse el ancla, se descorre el telón de un nuevo acto de la vida del nauta. Es que en la proa de toda embarcación se columpia siempre el Destino.

Hubo un niño que una vez navegó. Y, desde entonces, cada quilla que le hiciera cortar la onda, marcaría un intermezzo trascendental en su porvenir...

Combate del navío Lyon y la fragata Santa Dorotea. Oleo sobre tela. Autor: E. Biggeri. El cuadro representa la acción entre el navío ingles Lyon y la fragata española Santa Dorotea, en la cual estaba embarcado el 2º teniente del regimiento de Murcia José de San Martín.

1785

Gritos de un contramaestre hirsuto y brutal. Chapoteo de carretillas que se alejan hacia las toscas ribereñas, removiendo al agua limosa y rojiza. Rechinar de poleas y cadenas. ¡Iza las velas! Y la panzuda fragata de tres puentes, con su espejo fastuoso y sus cubiertas pringosas, cabecea, rola y luego endereza pausadamente hacia Montevideo.

Un niño delgado y moreno contempla desde la borda las torres de la ciudad, que se deslíen en la calina del río inmenso, anticipo del mar que aún no conoce e hipérbole del Uruguay, a cuyas orillas naciera.

El niño, con imaginación de niño, medita: Pronto surcará el mar y luego llegará a la Corte, donde estudiará con sus hermanos varones lo que estudiara su padre: la milicia ¿Cómo será la guerra en España? Allí no hay indios, ni mamelucos, ni paulistas... Conocerá al Rey y a la Reina. En fin:¡Al mundo...! ¡Y ese si que ha de ser mundo, no la aldea natal agreste y su río salvaje, ni la capital pobre y aldeana donde aprendiera a leer!

Ya se aleja la costa. ¡Adiós América olvidada por la fortuna y la gloria! ¡Bienvenidas las ricas villas del Viejo continente, caminos añosos por los que transita la fama! ¡Madrid opulenta, tantas veces soñada! ¡Adiós Buenos Aires! ¡Yapeyu nativo, adiós para siempre!

Así comprendió su primera navegación José Francisco, el menor de los hijos del capitán de San Martín.

1812

¿Quién habría de pensar que, al cabo de los años, volvería a ver las torres y el negruzco Fuerte de Buenos Aires, esa ciudad chata, como arrodillada junto a las aguas turbias del Plata? Es, sin embargo la ciudad que no se olvida: la de los primeros escarceos infantiles, la que le enseño el silabario, la que ha de albergar aún -¡quien sabe!- a aquellos rapaces de la escuelita y de la doctrina...

Ya conoce el mar, el combate y la gloria. Ha visto humillarse a las águilas del hombre del siglo. Ha conocido la corte y ha sabido que en ella se ocultan bajezas y vergüenzas debajo del protocolo y el oropel. Ha aprendido que hay gobernantes indignos de gobernar y gobernados muy dignos de hacerlo. Ha visto como el pueblo de sangre roja salvó el honor en la defensa de la patria española, cuando los Reyes de sangre muy azul la entregaban vilmente. Desde lejos se ha enterado que América se ha puesto de pie, también, contra la injusticia y el privilegio y para la lucha por la libertad y para ser gobernadas sin tutores ni mandones, fueran de derecho divino o no.

Estas últimas noticias han obrado en el una transformación: recordó de pronto que él era americano; que tuvo sus primeros compañeros de correteos pueriles, entre los palmares misioneros, a cuatro o cinco indiecitos que, quizá, hoy pelearían por su  tierra junto con sus compañeros de la escuela de Buenos Aires. Son estos sus hermanos de causa y de nacimiento: hermanos de América.

Ha abandonado a su madre, a su brillante carrera militar y a su porvenir halagüeño de la vida castrense de España. Ha jurado sagrados compromisos. Se ha embarcado en la  “George Canning” hacia América y ha llegado a Buenos Aires con varios compañeros de ideales y con  su sable, que ofrendará ahora a la causa de la Libertad. ¡Salve tierra donde naciera! ¡España, adiós, para siempre!

Así termino la segunda navegación del teniente coronel de caballería de los Ejércitos del Rey, don José de San Martín.


1820

Ya esta todo listo: las naves, la tropa, la carga. Valparaíso se ha volcado en la rada para ver zarpar la gran expedición. Es una importante escuadra, la mayor que se ha visto, que se hará rumbo al norte, a la tierra de los Incas. Lleva a su bordo a los héroes que vencieron el Ande, triunfadores de Chacabuco y Maipo, y también a los otrora vencidos en Rancagua, hoy redimidos por un sable corvo, sin guarnición, por un Himno que repite tres veces, como un ritual, la santa palabra Libertad y por una Bandera que, en sus colores y en su pureza, es trasunto del cielo del mediodía.

Se izan las velas, que el viento hincha. El sol hace rebrillar los bronces de la cubierta y las aguas del Pacifico, de soberbio azul cobalto.

En el puente del navío que lleva su nombre, un militar da las últimas órdenes. Ese hombre es negado por su tierra porque el pensó antes en América que en las divisas partidarias. Se le niega, aunque haya emulado el cóndor en su vuelo, al águila en su fiereza, al león en su nobleza y a la paloma en su ingénita bondad. Chile mismo, libertado por él, le retacea la gloria. Ello no obstante, él sabe que su destino es redimir a un mundo y ser negado tres veces, como Jesús. Y por eso surca el mar hacia el Perú, que sufre la opresión desde los tiempos de Pizarro.

Así inicio su tercera navegación José de San Martín, brigadier general de las Provincias Unidas del Río de la Plata, capitán general de la Republica de Chile y comandante en jefe de la Expedición al Perú.

1822

Es de noche. La luna riela sobre las aguas del Pacifico. Un hombre vestido de negro ha embarcado en un bergantín que cabecea en el puerto. Nadie le despide. Su equipaje, que lleva un asistente, es magro: unas maletas apenas. En una lleva en sable, un estandarte español vetusto y desgarrado y un tintero de plata. El sable es el mismo de Arjonilla, Bailen, San Lorenzo, Chacabuco y Maipo y el que cortara las cadenas que al Perú forjaran el estandarte de Francisco Pizarro y el tintero de la Inquisición de Lima.

El pasajero vuelve a Chile en el “Belgrano”, barco que lleva el nombre de su gran amigo, que muriera ya van para dos años, en el olvido. El Perú ha sido libertado y él lo lanzo a la vida independiente. Pero también le rechaza ahora: se le cree ahito de ambiciones de poder; se le dice tirano; se le achaca que pretende un trono y se le llama ladrón y asesino...

Ha estado en Guayaquil, donde ha comprendido claramente que su misión redentora ha terminado. Que ocupa un lugar que la ambición de otro reclama. Que permanecer por mas tiempo en el Perú seria la guerra entre americanos...

Y el “asesino” se aleja para no derramar sangre humana. El “ladrón” se va tan pobre en bienes materiales como cuando llegó. Y el que prentende ser rey, el “tirano”, respetando la voluntad de los pueblos y la libertad que él les diera, se hace a la mar sin que nadie le despida, silenciosamente, triste pero sereno. Triste por el amargor de la ingratitud. Sereno porque tiene su conciencia tranquila, después de su trayectoria estupenda y de su ocaso ejemplar.

Y así emprendió su cuarta navegación José de San Martín, el Libertador.

1824

¡Pobre San Martín! No encontró el sosiego en Chile, ni en su bienamada Mendoza, ni en Buenos Aires. Los perros dentellaron su honra y los miserables envidiaron su gloria y se negaron a creer en que una espada victoriosa como la suya, pudiera brillar tan limpia de la lujuria del mando. Ha muerto su compañera. Está desencadenado de los hombros, su patria lo echa, Chile le hostiliza y el Perú lo repudia. Ya no tiene amigos. Solo le queda en el mundo su hija...

Y San Martín se aleja de Buenos Aires bajo pabellón francés, a través del océano por donde viviera años antes, cuando aún el Destino lo esperaba. Se va al Viejo Mundo para educar a su unigénita, lejos de los canallas que ultrajan su nombre.

Y la jauría le ladra pensando que huye de sus culpas y que va a esconder los millones que robara.

Así comenzó la quinta navegación de San Martín, el proscripto.

1829

¡La Argentina está en guerra con el Imperio! La Patria, aunque ingrata, es la Patria, ¡que diablos!

El veterano ha descolgado su corvo glorioso y una noche se ha embarcado en el “Countess of Chichester”, hacia el  Plata.

La nave ancló en la rada que le viera llegar siendo teniente coronel de los Ejércitos del Rey, hace diecisiete años. Pero José Matorras –con ese nombre venia- no desembarcó. Supo que la guerra había terminado. Que sus hermanos se despedazaban con furia insana. Sufrió sarcasmos porque no se dejo tentar por la sirena del poder. Previó días tristes para los argentinos. Y se volvió a Europa. Su sable no se desenvainaría en la guerra civil ni él deseaba ser tirano de sus compatriotas. Dejó a popa su cuna, al teatro de sus hazañas y a los países que libertara, donde, si hubiera querido, podría haber sido el amo. Pero él no había nacido para eso: “Serás lo que debas ser o si no, no serás nada”.

Y las riberas de América se perdieron en la bruma, para siempre.

Así fue la sexta navegación de San Martín, el desterrado.

 1880

¿Qué pasa en Buenos Aires este 28 de mayo de 1880? Es que el transporte “Villarino” ha llegado. El pueblo se agolpa, pese a la lluvia, en el puerto, en las calles, en la Plaza histórica.

Se desembarca un ataúd, mientras truenan los cañones, doblan todas las campanas de la ciudad encresponada y habla nada menos que Sarmiento.

El cortejo se pone en marcha: Allí van la Bandera, los veteranos de la Independencia, las autoridades, el Ejercito, la Armada, el pueblo. Allí van los viejos, las mujeres, los niños, los pobres y los ricos, enorme masa humana que ondea como el mar y que camina llevando el féretro, mientras, con voz desafinada por las lagrimas, canta el Himno de López.

Transporte Villarino acuarela sobre papel. Autor: E. Biggeri. Este buque, adquirido en 1881 y que repatrió los restos mortales del general San Martín, fue usado por la Argentina para establecer la primera línea regular de transporte en nuestras costas patagónicas. Se hundió en 1898, en la bahía Camarones, mientras prestaba estos servicios.

La oleada multitudinaria hace alto en la plaza donde otrora estuviera el Campo de Marte, primera palestra de los Granaderos a Caballo. Allí habla el Presidente. Y el gentío escucha acongojado la soberbia oración fúnebre de  Avellaneda: “Pauca verba ante magna facta...”.

Momentos más, entre el ronco redoblar de los parches destemplados por el duelo y la lluvia, el pueblo reemprende su fluir –con su preciosa carga- hacia la Catedral.

Hay en la multitud un amargo sabor de penitencia. La emoción de ser actora de un momento supremo de la Historia. Y el orgullo de saber que acompaña a su ultima morada a uno de los suyos a quien el mundo coloca entre los grandes.

Toda America esta descubierta y de pie. El Libertador de Chile y del Perú, el fundador del equilibrio continental, que tantas guerras ha ahorrado a América, el mas grande de los argentinos pasados, presentes y futuros duerme, por fin, en la tierra de sus amores.

Hizo seis viajes en pos de su destino. En el séptimo puso proa definitiva hacia la inmortalidad, para acaudillar con su protección y su ejemplo a un gran pueblo en su marcha hacia la luz.

Y así termino la ultima navegación de San Martín, el Padre de la Patria.

Luis Eduardo Arguero, Cielo al Tope.

Agosto de 1950.

   Transcripcion Antonela Farotto