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EL CORSARIO DE PLATA

Balances varios en Buenos Aires"
(Fragmento del Cap. 8)

Norberta Merlo era hermosa en verdad. Su cara alargada, su piel algo pálida y su pelo renegrido, contenían una expresión aniñada que era engañosa. A primera vista podía decirse que era una típica malcriada de familia rica. Sin embargo, desde pequeña mostró inclinación por costumbres que no condecían con las de las chicas de su edad y condición social. En el campo de sus padres era común verla en pantalones y de a caballo arriando ganado, o bien disfrutando al dispararle a una buena perdiz. Pero nada como su placer más secreto: bañarse sola y desnuda en el arroyo que cruza la chacra, en las tardes de verano.

Sus padres toleraron sus gustos, con el compromiso tácito de que en sociedad se comportara tal como se esperaba de una joven casadera. Y en parte cumplió con el ritual. Asistía a tertulias y bailes con sus mejores vestidos para jugar a la seducción. Pero tenía claro que nunca dejaría que el juego cayese fuera de sus manos. Jamás transigiría la elección de su hombre por parte de nadie que no fuera ella misma. Todas las intentonas de su padre para arreglar su casamiento habían fracasado con estrépito, debiendo acudir a todo tipo de excusas para que los rechazos no hirieran la susceptibilidad de los posibles yernos y consuegros de turno.

Por eso, cuando Norberta conoció a Hipólito, fue ella quien decidió. Y lo hizo sin importarle ni el abolengo de su familia, ni la suerte de su carrera, ni el grosor de los bolsillos; todos bienes escasos en la historia del Capitán. No hubo más posibilidad que el enfrentamiento con su familia.

A Norberta no le extrañó la reacción de su padre, Don  Gregorio, cuando éste se enteró del nombre de su futuro yerno. El viejo puso el grito en el cielo cuando se enteró del nuevo candidato: “¡Pero, ¿marino?!  ¿No es ese que tuvo que tirarse al agua el año pasado en el Combate de San Nicolás? ¡Pero si es hijo de un pobre fabricante de corchos! ¡Dicen que desertó de la armada francesa por estar a favor de los negros!”.  Todos los argumentos fueron inútiles. Don Gregorio, entre la alternativa de ése yerno o un problema a perpetuidad, tuvo que ceder con el disgusto de rigor. Entonces corría mil ochocientos doce y el viejo se resignó a que todo debería estar cambiando sin que él se hubiera dado cuenta.

Sin embargo, con el correr del tiempo las cosas fueron mejorando en la opinión de los Merlo. El espanto inicial se fue morigerando. El Capitán había sido aceptado en un Regimiento prestigioso en el que tuvo una actuación destacada; le habían otorgado su ciudadanía; luego pasó al Estado Mayor del Ejército del Norte, y aún los extraños movimientos políticos que protagonizó allí y que lo hicieron caer en desgracia, realzaron su valor en la familia de sus suegros: “Si un Oficial no se mezcla en política, ¿qué futuro tiene?”. Era latiguillo preferido del aristócrata ante sus amigos cuando su yerno fue castigado con un traslado a Montevideo, luego de la sublevación contra Rondeau.

Lo cierto es que después de cuatro años de matrimonio y dos hijas, Don Gregorio Merlo y el Capitán llegaron a tenerse afecto y confianza, a pesar de provenir de mundos distintos. Don Gregorio nunca lo reconocería ante ella, pero se dio cuenta que la decisión de Norberta, aunque impropia de una hija de buena familia, no había sido errada.

Al principio, Norberta Merlo pasó sin mucha dificultad de la vida distendida y sin responsabilidades a la de esposa de un soldado siempre ausente. Su vida social se apagó de improviso y pagó con dignidad el precio de la vida austera que imponía un salario que no daba para vestidos nuevos ni galas. La llegada de Carmencita la obligó a nuevas  costumbres, cada vez mas restringidas al hogar. Pero el nacimiento de Fermina, al tiempo de la última partida del Capitán, la retiró hasta de las visitas a las vecinas para chismorrear, que era el pasatiempo más útil para paliar los males de ausencia.

Sin darse cuenta, Norberta parecía languidecer en su soledad.

Sus padres insistían en que fuera a aquí y allá, a lo de tal o cual familia, pero el argumento de la excusa siempre era el mismo: “prefiero estar con las niñas”. Una noche, poco después de la partida del Capitán hacia el Pacífico, el viejo Merlo apareció en la casa de Norberta. Era raro que fuera solo y la visita sorprendió a su hija. Don Gregorio era un hombre de pocas palabras y su visita fue tan fugaz, como único su motivo. El viejo le extendió un sobre a su hija y le dijo: “M´hija, en la vida se sufre, pero no hay que sufrir por orgullo. Si usted me rechaza ésto, lo puedo entender, pero no me deje en la intranquilidad de pensar que Carmencita y Fermina  puedan tener más privaciones que las que ya tienen. ¡Eso sí que no le permito a su orgullo!”.  Don Gregorio dejó el sobre en el sofá, se despidió con afecto y montó rumbo a su campo.

Entonces Norberta quedó sola, sumida en un llanto espeso.