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EL GUARDIAN DEL SUR

Hambrientos, ateridos y empapados hasta la médula en la playa huraña e inhóspita, han conseguido encender una fogata con cachiyuyos secos para que alguien les localice. Son los veintiún náufragos del carguero alemán “Pactolus”, que fue deshecho por las restingas del False Bay, en Tierra del Fuego. De pronto uno de los vigías que ojean la mar, da un grito: “Goleta a la vista!”

La providencia ha salvado a los marinos, bajo la forma de un barquito de bandera Argentina y que comanda un hombre corpulento, barbudo, vestido con altas botas de agua, chaquetón de cuero y gorra naval: el capitán Luis Piedra Buena. El que auxiliara, cuando estaban en trance de muerte, a los tripulantes del ballenero “Dolphin ”, en Bahía Nueva, y a los del “ Eagle ”, en la isla de los Estados. El que, de su bolsillo, siembra de estaciones de salvamento y de avisos a los navegantes, las costas de Tierra del Fuego, Isla de los  Estados y Santa Cruz. El mismo que, años después, socorrerá en alta mar al carbonero “Anna Richmond”, con fuego a bordo, a la carguera noruega “Cuba”, al sur de Santa Cruz, y a tantos barcos más. El capitán Piedra Buena, solitario salvador de náufragos en nuestra costa austral, en la que aun había aventureros sin patria y sin escrúpulos que provocaban naufragios para saquear los despojos de las naves.

Este cuadro muestra la casa que el comandante Luis piedra buena construyo en la isla en la isla pavón del río santa cruz. desee este lugar ejerció su patriótica labor en defensa de la soberanía Argentina en la patagonia. Autor E. Biggeri

Los patagones, onas y yaganes odian a los blancos balleneros y cazadores que los maltratan y roban. Solo respetan y quieren con devoción fanática a uno, al pulpero de la isla Pavón, en el río Santa Cruz, que los defiende de los blancos malos y les compra a buen precio los cueros, las plumas y las pieles. Que les da medicinas para sus enfermos - sabe de eso más que sus brujos - , les regala provisiones en los tiempos de hambruna y, de paso, les obsequia con banderitas azules y blancas, enseñándoles a respetarlas como a sus amuletos, porque esos trapitos pintados, que les traerán la holgura y la paz, representan la tierra dura pero querida en que han nacido. El mismo blanco que lleva a los jóvenes de la tribu en su goleta para enseñarles a ser marinos, bajo una bandera igual a las chiquitas que a ellos les regala. El buen capitán Piedra Buena, único protector y apóstol laico de los aborígenes patagónicos, en años en que había blancos que se divertían en cazarlos a tiros, como a fieras.

El enorme litoral, de Carmen de Patagones al sur, es un desierto casi mostrenco, sin ley  ni bandera, presa fácil e inerme para cualquier aventurero o nación ambiciosa. Costas recaladas por barcos de todos los pabellones de la tierra, cuyos hombres cazan, pescan y cortan leña en ellas sin  control alguno. Tierra inmensa que, aunque nominalmente pertenece a la República Argentina, no vigila ni defiende nadie. Digo mal, nadie no, un hombre, por sí y ante sí, sin comisión alguna, sin título, grados ni canonjías oficiales, representa allí, ubicuo y prolijo, a la Argentinidad, recordándola a loberos, balleneros, piratas e intrusos de todo pelo y marea. Sembrador de banderas argentinas en las costas abandonadas y en manos de los indios que aprenden de  la palabra “ Patria”. Maestro que enseña al nativo a ser grumete criollo. Fundador de puestos de avanzada, como su almacén de Isla Pavón, defendido por dos cañoncitos y una milicia de gauchos e indios que diariamente izan y arrían la bandera Argentina en un mastelero que se avista desde mar adentro. Que mantiene de su peculio la estación de Puerto Cook en la Isla de los Estados y factorías en el Estrecho de Magallanes, para reivindicar la soberanía Argentina sobre éste, olvidada por el lejano gobierno de Buenos Aires. Que con sus armas en la mano y acaudillando a sus indios defendiera el azul y blanco en San Gregorio, sobre el Estrecho, y que debiera arriarlo ante la superioridad de fuerzas extrañas, sin que nuestras autoridades hicieran nada para ahorrarle esa amargura. Quien pintara arrogantes nuestros colores en el Cabo de Hornos, que hoy hemos perdido, con esta desafiante inscripción debajo: “Aquí termina el dominio de la República Argentina”. El capitán Luis Piedra Buena, misionero de la Argentinidad, caballero sin miedo y sin tacha del celeste y blanco. Adelantado de Mayo y Almirante de la Mar Austral.

Nació en Carmen de Patagones en 1833 oyendo historias de corsarios de cuando la guerra con el Brasil y viendo arribar y zarpar goletas, cúteres y pailebotes que iban en demanda del Lejano Sur o que volvían de él. Pero que izaban banderas distintas de la que flameaba en el fuerte de su pueblo. Visiones de la puericia que despertaron en él  los dos grandes amores que regirían su vida: el mar y la Patria.

Escapando del regazo materno solía fabricar piraguas de troncos que hacía navegar por el río Negro, impulsadas por un poncho a guisa de vela: todo un símbolo. El capitán Smiley, un yanqui con mas agallas que un dorado, le prohijó, le llevó a estudiar náutica en Nueva York y, le hizo, con el tiempo, su segundo. Conoció Santa Cruz, Tierra del Fuego, Malvinas y Antártida, aprendiendo de memoria los ancladeros, arrecifes y vericuetos de la Isla de los Estados y de los innúmeros canales de Fueguia. Cierta vez debió errar durante meses por el Drake con su barquito preso en un témpano, alimentándose con bazofias de foca o ballena. Náufrago vaya a saber cuántas veces. En una de ellas, debió refugiarse con sus hombres en la Isla de los Estados. Y manteniéndose con caldos de cachiyuyos, dirigió la construcción de un cúter de trece toneladas con los restos de su nave. Los bautizó con su nombre, el “Luisito”, izó en él una bandera azul y blanca hecha con un trozo de vela teñido, y se lanzó a las olas, salvando a toda su gente al ir a recalar –consúltese la carta- ¡en Punta Arenas!

Este cuadro muestra la construcción del cúter Luisito por Piedra Buena y sus hombres, que habían naufragado con su buque, el bergantín Espora, en la isla de los Estados. Con este cúter pudieron salvarse todos y regresar a Punta Arenas. Autor E. Biggeri

Así llegó a ser maestro en el conocimiento de la costa patagónica, en el arte de navegar, en arponear ballenas y desollar focas. Lobo de mar de pelo en pecho, que no mezquinaba el cuerpo a la bomba de achique, a la vigilancia en la cofa, a la maniobra ruda –codo a codo con sus hombres- ni a trepar arboladuras para cortar alguna filástica o cabo agarrotado. Marino que estudió en el libro del mar abierto y que, quizá por eso, fue el argentino mas marinero que haya parido nuestra tierra.

El gran maragato, criollo hijo de criollos, quiso a la Patria con el verbo y con los hechos. Si la Patagonia es todavía nuestra, sólo a él se lo debemos. Caballero andante que pintó de azul y blanco el Mar Patagón, él solo contra todos, gritando a cabreros y bachilleres que desde el río Negro hasta Antártida, tierras, hielos y mares eran argentinos.

Las andanzas de Piedra Buena llegaron a oídos de Mitre que, olfateando al hombre, en 1862 nómbrele capitán honorario, lo autorizó a armar su barco y le donó la Isla de los Estados, su surgidero familiar. Fue el espaldarazo para el nauta, que se convirtió desde entonces en uno como aquellos Adelantados de Castilla que, aunque olvidados por sus reyes, avanzaban en tierras de infieles y ampliaban las fronteras de la Cristiandad Reconquistadora.

Fue comerciante, pero no cartaginés. Nunca olvidó Piedra Buena que era marino –vale decir caballero y honrado - ni que era argentino. Tanto, que rechazó altivamente la vulpina oferta de vender sus tierras de los Estados al gobierno inglés y sacó con cajas destempladas a quien le propuso ponerse al servicio de Chile. No: seguiría argentinizando el Sur aunque sus compatriotas no se acordaran de él.

Pero cuando en 1878 se obscureció nuestro horizonte internacional y la escuadra de río de Sarmiento debió zarpar de Buenos Aires hacia Santa Cruz para proteger a la Patagonia amenazada, el gobierno argentino requirió la experiencia del adalid solitario y le dio el grado efectivo de teniente coronel de Marina, junto con el comando de la flamante corbeta “ Cabo de Hornos”. En ese buque, que él haría escuela de grumetes, tendría como segundo al mas tarde primer Ministro de Marina de la República: Martín Rivadavia, nieto del prócer que proyectara colonizar la Patagonia. La escuadrita comprada por el Gran Sanjuanino y el prestigio de Piedra Buena, que Buenos Aires “descubriera” gracias a Mitre, disiparon el peligro.

Modelo de la barca Cabo de Hornos, nave comandada por Luis Piedra Buena y en la cual funcionó la primer escuela de grumetes de la Armada Argentina

Un día cualquiera de 1883, enfermo y con cierto regusto de amargura, murió el comandante Piedra Buena. El diario “La Nación” - Mitre quizá- escribió junto a su tumba: “Ha muerto sin poder completar su obra en la región austral; pero las olas murmurarán para siempre su nombre...”.

Y así alejo el comandante Luis Piedra Buena, quizá tripulando su “Luisito” envelado con el poncho de cuando niño y empavesado con un girón de lona celeste y blanca. Capeando su último temporal del Cabo de Hornos y con la proa puesta hacia los mares de donde no se vuelve. El gran maragato en cuya fosa, justicieramente, ha escrito la posteridad: “Marino valeroso. Providencia de náufragos. Custodio de la Soberanía Argentina”.

Argüero; Luis Eduardo; Cielo al Tope; Historias Marineras.