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ABORDAJE


Día grande fue para Buenos Aires aquel 12 de agosto! Quizá uno de los más gloriosos de su historia. Día en que la ciudad se encontró a sí misma y en que, con su hazaña, pudo medir la estatura del régimen pigmeo y caduco que la sojuzgaba y la de un enemigo colosal que un día pudiera darle un zarpazo de la traición. Doce de agosto de 1806. Día de la Reconquista.
Es una jornada gris, neblinosa y fría. Pero ya no llueve y ha calmado el temporal de días pasados. Los caminos de acceso a la ciudad han quedado intransitables: el de la costa, que viene de las Conchas; el del Alto, que trae de los corrales de Miserere; el de la Chacarita, de los Colegiales. ¿Y las calles? No obstante su elemental empedrado -o por su causa, quizá- son verdaderos pantanos. La ciudad, chata y triste, está encenagada.
Por todas las rúas confluentes a la Plaza Mayor son cauces por donde circula pesadamente una muchedumbre, armada a medias, pero poseída de un ímpetu contagioso y heroico. La encabezaban los obuses de los Miñones- hasta ayer no más pacíficos tenderos catalanes- y la artillería volante de Agustini. Detrás avanzan por las aceras y en fila india, los marineros franceses del corsario Mordeille y los de la escuadrilla de Montevideo. Y, por las calzadas, el turbión de las caballerías gauchas de los milicianos de Pueyrredón, de los dragones de Buenos Aires y La Colonia, de los Blandengues de la Frontera. Y civiles armados con cuchillos y añosos mosquetes y partasanas, exhumados de vaya a saber que desván familiar. Y chinas bravías que, cantando, pelean a la par de los hombres con sus navajas andaluzas o se dedican a volver a cargar los fusiles a los varones. Y burgueses, señorones, quinteros de Perdriel, reseros de Miserere colegiales, viejos y niños. Niños que, cuando no lanzan contra el enemigo cantos rodados con sus hondas cabreras, se deslizan agazapados por entre los heridos y muertos, vaciando sus cartucheras para reaprovisionar de proyectiles a sus padres y hermanos.
No hay obstáculos. Si los baches son profundos, aparecen vecinos que los colman con ladrillos sacados de sus propias casas. Los cañones son desencajados a la cincha de los redomones de los milicianos. Y si los caballos no pueden, ahí están cien brazos robustos que los arrastrarán.
Las casas, cerradas a cal y canto, enrejadas, hoscas, parecen casamatas. Unicamente abren sus puertas, de cuando en cuando, para dejar paso a algún herido o dar agua a los reconquistadores que, empapados de lodo, negros de pólvora y por sobre los cadáveres de sus amigos y adversarios, marchan hacia su destino.
Crepitan los fusilazos y el coraje. Tabletean las descargas cerradas. Truenan los cañones. Se suceden, clamorosas y agrias, las cargas a la bayoneta y los aludes de caballería. Ruge el pueblo en armas alentando a los heridos y remisos y desafiando al enemigo.
Por fin los chaquetillas rojas se retiran hacia el Fuerte. Nada ha podido contener el empuje avasallador de los reconquistadores. Ni los poderosos cañones de marina, ni los fusileros de Santa Helena, ni la fama del invencible Nº 71 de Highlanders, que ahora cede terreno, paso a paso, de espaldas a la Plaza en que entrara triunfante hace meses, al son de las gaitas nativas, bajo la lluvia y entre las miradas torvas de un pueblo humillado por una rendición sin pugna.
Y en pos del enemigo que recula, allá va el turbión porteño, entre estampidos, gritos, chasquidos y retumbos, mientras repican a rebato, como enloquecidas por un júbilo feroz, la campana del Cabildo ilustre y las de todas las iglesias de la ciudad. Es todo un pueblo que marcha peleando, cantando y jadeando, en pos del desquite de la vergüenza con que lo enfrentara el extranjero por la cobardía y la inepcia de un vejete ridículo, de dos o tres militares de sainete y de algunos pelucones ávidos que le hacían la corte. Doce de agosto, día lustral, bautismo de gloria. Día de anunciación.
En tanto avanza el pueblo victorioso, en la ribera del Plata tiene lugar un episodio extraordinario, sin duda el más característico de aquella jornada memorable.
En las primeras horas de la mañana, a poco de iniciar los reconquistadores, en el Retiro, su marcha hacia la Plaza Mayor, algunos barcos ingleses cañonearon, desde el río inmediato, a la columna que avanzaba por el camino del Bajo y calle del Santo Cristo hacia las barbacanas del Fuerte. Pero, como está visto que Dios es criollo, a consecuencias del huracanado viento de días anteriores, sobrevino una bajante extraordinaria de las aguas del Plata, con lo que las naves de Popham, que no pudieron retirarse a tiempo río adentro, vinieron a quedar en seco y varias de ellas debieron ser apuntaladas para no volcar.
Pero, si bien los cañones enemigos ya no eran de temer, podía esperarse un desembarco de los de la escuadra inerme, para proteger o reforzar a los británicos que se defendían en tierra.
-Alférez: Tome veinte paisanos de los míos y patrulle la costa. Si nota algún amago de desembarco, corra a avisarme.
-¡Está bien, señor comandante Pueyrredón!
El oficial elige su pelotón. Son gauchos de las quintas: pañuelos atando las crenchas, chiripás y botas de potro. Lanzas de tacuaras con cuchillos por moharras. Algunos tienen sables o tercerolas. Pero todos, lazos, boleadoras y facón al cinto. Son de los vencidos de Perdriel, de los milicianos de Arze. De los que lloraron de rabia cuando, sin llegar a distinguir el color de la bandera enemiga, fueron entregados por sus jefes, reumáticos de piernas y baldados de coraje.
Los jinetes, a su vez, examinan a quien los ha de conducir: ¡Hum!
Un oficial de infantes, de ese Regimiento Fijo de militarcitos de palacio. Un jovencito de unos veintiún años con tan brillante uniforme que parece ir a un baile del Fuerte. Pero es cierto que es un hermoso pueblero de piel blanca, ojos profundos y cabello renegrido que se muestra bien plantado en un tordillo de mi flor. Insolente en su gesto y ambicioso en su ademán. Dicen que es de una familia principal de tierra adentro: de Salta. Habrá que verse qué tal se porta este lechuguino...
- ¡En marcha!
La patrulla pone sus cabalgaduras al paso y avanza escudriñando entre la espesa niebla que cubre la ribera. No se ve más allá de las narices. ¡Pero sí! ¡Hacia aquel rumbo que distingue la masa oscura de un buque!
Es cierto: a unas brazas de los juncales de la orilla se percibe un casco inmóvil: es el de la goleta “Justina”, que los ingleses arrimaran a la costa para hostilizar a los reconquistadores con los fuegos de sus veintiséis cañones, de sus cien fusileros de marina y de los veinte marineros de su dotación. La bajante la ha dejado en seco y ha quedado fuertemente escorada y por tanto, en imposibilidad de usar de su andanada.
Pero nada de eso saben los de la patrulla criolla. ¿Será una fragata? ¿O quizá un lanchón? ¿Tendrá muchos cañones? ¿Y cuántos soldados y tripulantes?
-¡Qué importa todo esto, paisanos! Pero, por si a alguno le interesase saberlo, ¡lo iremos a averiguar sobre la cubierta misma del buque gringo!
Este razonamiento del alférez gusta a los gauchos. ¡Así hablan los hombres, qué caray!
El oficial desenvaina. Da una orden y traza un relámpago en el aire con su espada. Y el pelotón gaucho, sable o cuchillo en la diestra, se mete con sus caballos en el río.
Hostigados por los alaridos indios e improperios bien criollos, las bestias chapotean el agua que no les llega al encuentro. Los fusileros de la “Justina” rompen fuego graneado. Algunos asaltantes caen y sus pingos caracolean espumando el agua, pero sin abandonar al amo. Y el grupo continúa su avance a galope de carga.
Ya están junto al barco varado. Y entonces, aquellos paisanos que jamás han visto una nave de cerca, que se criaron en la pampa terrosa y seca, reciben la orden absurda, aunque esperada:
-Paisanos: ¡al abordaje!
Y la hazaña se cumple. Algunos de pie sobre el pingo. Otro, colgado de algún cable. Quien, gateando el casco y haciendo pie con el dedo gordo en los ojos de buey o en las junturas de la tablazón. Y todos trepando a la cubierta. Los ingleses deben dejar el fusil, por inútil, y tomar el hacha, el chuzo o el sable.
Los asaltantes están ya sobre la “Justina”. Se multiplican los duelos cuerpo a cuerpo en que los aceros se sacan chispas. Salen a relucir las boleadoras que machacan cráneos y manean defensores. Corre la sangre sajona que venciera en Trafalgar y la sangre nuestra, que rebulle por la hazaña primera.
Acosados por el ímpetu de aquellos locos, los ingleses pronuncian una palabra:
¡Rendición!
Marineros y fusileros son maniatados cuidadosamente con los lazos de los abordadores. El rojo pabellón arriado y reemplazado por el español. Los veintiséis cañones, clavados.
Y mientras algún criollo queda de guardia en la goleta apresada, el resto de la columna emprende gozoso su fluir hacia la Plaza, llevando en ancas a sus heridos y arreando en ristra, como salchichones, a sus ciento y tantos prisioneros, precedidos por el capitán inglés, su contramaestre y el condestable.
El alférez ha mostrado su pasta. Sus gauchos ahora le miran con respeto y algunos más indisciplinado y audaz le palmea y grita a sus compañeros:
-¡Viva el salteñito! ¡Viva el rubilingo macho, paisanos!
Es que al gaucho siempre le han placido el valor desesperado, el ataque disparatado y la guapeada absurda.
Y en el día memorable, al caer el sol, cuando ya los marineros de Mordeille han recibido la espada de Beresford, el grupo de paisanos de Perdriel llega a la Plaza encharcada y jubilosa – en la que algunos gritan “¡Viva el Rey!” y muchos el entre amenazador y subversivo “ ¡Viva la Patria !” – con su alférez a la cabeza, llevando en el brazo el pabellón de la goleta cautiva y, detrás, la larga fila de prisioneros, confusos aún por aquel inconcebible abordaje a caballo de que han sido víctimas.
Liniers, radiante, bajo las arcadas del Cabildo, rodeado de sus jefes y de los graves regidores y miembros de la Audiencia, ve llegar a la extraña caravana. Y tras de escuchar el parte del alférez captor de la “ Justina”, le palmea diciéndole con tono entre ejemplarizador, justiciero y profético:
-Le felicito, “subteniente” Martín de Güemes: ¡usted llegará lejos!
Así fue el bautismo de fuego de un pueblo y de un hombre que habrían de obrar milagros.

Argüero, Luis Eduardo; Cielo al Tope; Historias Marineras