El precio de la cabeza

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raya
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El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Vie Abr 17, 2020 7:21 pm

Los bienes de Christopher Alexander Pellett eran éstos: su nombre, que siempre cuidó de mantener intacto; unos pantalones de lienzo, ya no intactos, en cuyo interior vivía y dormía; una permanente sed de bebidas alcohólicas y un par de patillas rojas. Además, tenía un amigo. Ahora bien, ningún hombre es capaz de ganar una amistad, aun en las amables islas de la Polinesia, si no posee alguna cualidad propia: fortaleza física, buen humor, perversidad. Debe exhibir algún rasgo al que el amigo pueda atenerse y aferrarse. ¿Cómo explicar, pues, la constante devoción que a Christopher Alexander Pellett profesaba Karaki, el barquero de la compañía marítima? Ése era el misterio que nadie podía aclarar en Fufuti.
Pellett no tenía nada de malo. Nunca reñía. Nunca levantaba el puño. Aparentemente no había aprendido jamás que el pie de un hombre blanco, aunque camine haciendo eses, tiene por misión apartar a puntapiés a los nativos que se le pongan delante. Ni siquiera echaba maldiciones contra nadie, salvo contra sí mismo y contra el mestizo chino que le vendía brandy; y eso era disculpable, porque el brandy era muy malo.
Por otra parte, no se le encontraba ninguna virtud perceptible. Había perdido mucho antes la voluntad de trabajar, y aún, últimamente, el arte de mendigar. No sonreía, no bailaba, no exhibía ninguna de esas amables excentricidades que a veces granjean al ebrio cierta tolerancia. En cualquier otro lugar del mundo, se habría extinguido sin lucha. Pero el azar lo había llevado a las playas donde la vida es fácil como una canción, y su destino particular le proporcionó un amigo. Y así sobrevivía. Eso era todo. Persistía como un trozo de carne conservado en alcohol...
Karaki, su amigo, era un salvaje de Bougainville, lugar donde algunos son ahumados y otros comidos. Siendo negro, melanesio, era tan extranjero en la parda Fufuti como cualquier blanco. Hombrecito serio, eficiente, con ojos profundamente hundidos, tenía una gran mata de pelo lanudo y una total ausencia de expresión. Sus gustos eran sencillos. Usaba un taparrabos de algodón rojo ceñido a la cintura, y un anillo de bronce, de los que se utilizan para colgar cortinas, suspendido de la nariz.
Un poderoso cacique de su isla natal había vendido a la compañía marítima, por tres años, los servicios de Karaki, cobrando por adelantado su salario de tabaco y abalorios. Cuando el contrato expirase, Karaki sería reembolsado con destino a Bougainville -situado a unas ochocientas millas-, donde desembarcaría no más rico que al partir, salvo en experiencia. Ésa era la costumbre, aunque tal vez Karaki abrigara otros planes.
Es raro que alguna de las razas negras del Pacífico posea esas virtudes por las que suelen ser admirados los pueblos esclavos. La fidelidad y la humildad pueden extraerse de otros colores, comprendidos entre el pardo y el chocolate. Pero el negro permanece salvaje inescrutable. Su corazón secreto le pertenece en exclusividad. De ahí el asombro de la población de Fufuti, que conocía las costumbres de los reclutas negros, al advertir que Karaki se convertía en protector del inservible extranjero.
-¡Eh, tú, Johnny! -gritó Moy Jack, el mestizo chino-. Mejor que vengas a recoger a tu amo. Está demasiado borracho.
Karaki abandonó la sombra del cobertizo de copra donde había estado esperando una hora o más y se adelantó a recibir el bulto informe lanzado a través de la puerta de la taberna. Lo levantó científicamente por la muñeca y la axila, y se dirigió con él hacia la playa. Moy Jack se quedó mirándolo desde su umbral con cínico interés.
-Eh, tú -dijo-, ¿por qué tomar tanta molestia por lo amo? ¿Por qué no me traer todas eras perlas? Yo lo hago buen negocio, palabra.
A Moy Jack le molestaba tener que dar al hombre blanco una botella diaria a cambio del menudo aljófar que Pellett llevaba siempre consigo. Sabía de donde procedían esas perlas. Karaki buceaba en la laguna para pescarlas, aunque estaba prohibido. Moy Jack ganaba bastante con el trueque, pero habría ganado más negociando directamente con Karaki, a cambio de un poco de tabaco.
-¿Por qué le dar a lo amo todas esas perlas? preguntó Moy Jack ofensivamente-. No servir para nada, vamos. Más le valdría morirse del todo.
Karaki no contestó. Miró a Moy Jack sólo una vez, y las palabras del mestizo se disolvieron en murmullos. Por un instante había aparecido en los ojos de Karaki una extraña luz, semejante al vago resplandor verdoso de un tiburón, entrevisto a diez brazas de profundidad...
Karaki llevó su carga a la playa, al pequeño cobertizo de hojas de pándano que constituía todo su hogar. Depositó suavemente a Pellett sobre una estera, le almohadilló la cabeza, lo lavó con agua fría y limpió la suciedad de sus cabellos y de sus patillas. Las patillas de Pellett eran auténticas, salientes como los bigotes de un bagre, y tenían un hermoso color dorado cobrizo. Karaki las peinó con un peine de sándalo. Luego se sentó a su lado con un abanico, ahuyentando las moscas del rostro hinchado del borracho.
Poco después de mediodía, algo lo incitó a salir precipitadamente. Durante varias semanas, había estado atento a todas las variaciones del tiempo, esperando el cambio que se produciría cuando el alisio del sudeste empezara a soplar más recio a través de aquel cinturón de calmas chichas y vientos pasajeros. Y ahora, mientras Karaki miraba, las nítidas sombras comenzaron a difuminarse sobre la arena y un velo cubrió la faz del sol.
Todos en Fufuti dormían. Los peones de la compañía roncaban en la galería trasera. Bajo la red del mosquitero, el agente soñaba, dichoso, con grandes cargamentos de copra y copiosas bonificaciones Moy Jack dormitaba entre sus botellas. Nadie habría sido lo bastante insensato como para salir al descubierto en aquella hora meridiana de reposo: nadie salvo Karaki, el negro indomeñado, a quien no le importaba la costumbre, aunque le importaban los sueños. El sordo bramido de la marejada en las rompientes sofocó el rumor de sus pasos. Karaki iba de un lado a otro como un espectro. Y mientras Fufuti dormía, se aplicaba a una tarea que no especificaba su contrato...
Mucho tiempo atrás había determinado dos hechos esenciales: el lugar donde se guardaba la llave de la proveeduría, y el lugar donde se almacenaban los fusiles y las municiones. Abrió la proveeduría y eligió tres rollos de tela carmesí, unos pocos cuchillos, dos cajones de tabaco y un hacha pequeña y afilada.
Habría podido llevarse muchas otras cosas. Pero Karaki era un hombre de gustos sencillos, y era un hombre eficiente.
Con el hacha forzó un cajón de fusiles y sustrajo un Winchester y una gran caja de balas. Después penetró en el cobertizo de las barcas y desfondó la quilla de la ballenera y de los dos cutters, dejándolos inutilizables para muchos días. El hacha era en realidad un instrumento muy manuable, un verdadero tomahawk, con un filo de navaja. Karaki sintió un auténtico placer de artesano al ver sus cortes nítidos y profundos. El hacha era, casi, su botín más estimable.
Sobre la playa descansaba una gran proa, una de esas robustas canoas provistas de batangas que usa en Bougainville la tribu de Karaki, tan alta de proa y de popa que tenía casi forma de media luna. El último monzón del noroeste la había lanzado sobre la costa, y Karaki la había reparado por orden del propio agente de la compañía. Ahora la botó a la laguna y almacenó a bordo su botín.
Había efectuado una apresurada selección de provisiones. Llevaba una bolsa de arroz y otra de batatas. Hizo tres viajes a la barca, transportando en una red todos los cocos que pudo cargar. Embarcó una barrica de agua y una caja de galletas.
Mientras buscaba las galletas, se encontró con la bodega privada del agente: una docena de botellas del mejor whisky irlandés. Las miró de reojo y siguió de largo. Sabía lo que contenían, y era un salvaje, un negro. Pero pasó sin tocarlas. Cuando Moy Jack supo esto, más tarde, recordó lo que había visto en la mirada de Karaki, y aventuró la sorprendente profecía de que Karaki nunca sería capturado vivo.
Cuando todo estuvo listo, Karaki volvió al cobertizo y despertó a Christopher Alexander Pellett.
-¡Eh, mi amo, venga!
Pellett se sentó y lo miró. Es decir, miro. Si vio algo o no, es cosa que pertenece a los problemas más intrincados de la psicología.
-Demasiado tarde -dijo Mr. Pellett con voz profunda-. Este negocio se cierra. Dales las buenas noches a todos esos malditos holgazanes. ¡Yo... me voy... a dormir!
Y dicho esto cayó de espaldas sobre el piso.
-Despierte, mi amo -insistió Karaki, sacudiéndolo-. Usted, dormido demasiado. ¡Eh, mi amo! ¡Ron! ¿Quiere ron? ¡Yo le doy ron, lo que quiera, palabra! ¡Mucho ron, mi amo!
Pero aún aquellas palabras mágicas, que todas las mañanas, infaliblemente, levantaban a Pellett de su cama, esta vez cayeron en oídos sordos. Pellett había bebido lo suyo, y probablemente dormiría el resto del día.
Karaki se arrodilló a su lado, lo alzaprimó hasta poder introducir el hombro bajo su cintura, y lo levantó como si fuera una bolsa de harina. Pellett pesaba setenta kilogramos, Karaki no más de cuarenta y cinco. Sin embargo, el hombrecito negro se las ingenió hábilmente, a la manera de los coolies, para llevar su carga, con las piernas colgando, endirección a la playa. Más aún: logró embarcarla en la proa. Pellett estuvo a punto de ahogarse, y la proa de irse a pique. Pero Karaki se las arregló.
Nadie los vio partir. Fufuti seguía soñando. Mucho antes, que el agente de la compañía despertara, furioso, a la evidencia de la catástrofe, la extraña barca en forma de media luna había salido del atolón y se perdía a la distancia, en alas del alisio.
El primer día Karaki se vio en figurillas para mantener la proa, corriendo en línea recta ante el viento. Grandes olas humosas surgían encrespándose del sudeste, con afán de romper sobre la barca a la menor oportunidad. Karaki era un pobre salvaje que ignoraba lo que fuese una brújula o un grado de latitud. Pero sus abuelos habían atravesado estas aguas en cáscaras de nuez, realizando travesías a cuyo lado la empresa de Colón era un simple viajecito en ferry-boat. Karaki achicaba el agua con un tacho de hojalata, en lugar de velas utilizaba una estera, y un canalete a modo de timón, pero seguía adelante.
A eso del amanecer Mr. Pellett se movió en el fondo de la barca y alzó una cara verde como un guisante. Lanzó una mirada de azoramiento al hirviente páramo que lo rodeaba, y se desmayó con un gemido. Al cabo de un intervalo razonable, hizo nuevamente la prueba, pero su alucinación se negaba a desaparecer: se volvió entonces hacia Karaki, acurrucado en la popa y reluciente de espuma.
-¡Ron! -exigió.
Karaki meneó la cabeza. Una expresión desesperada asomó a los ojos de Pellett.
-Llévate... llévate toda esa porquería -suplicó patéticamente, señalando el océano.
Por dos días consecutivos estuvo muy, muy enfermo, y aprendió que una embarcación pequeña, en cualquier lugar del mar, puede moverse en cuarenta y siete direcciones distintas en el espacio de un minuto. Y no es poco aprender, como han de saberlo quienes han atravesado por esa experiencia.
A Pellett le resultó casi fatal.
Al tercer día despertó, sintiendo la boca y el estómago como si fuesen de cuero, y asaltado por una gran debilidad, aunque con un renovado dominio de sus facultades mentales. El huracán había amainado, y Karaki preparaba silenciosamente un refrigerio de cocos. Pellett se despachó dos antes que se le ocurriera extrañar el brandy que invariablemente formaba parte de su desayuno. Pero cuando lo recordó, sintió en la garganta una brusca repugnancia por la leche de coco.
-Quiero ron.
-No haber ron.
Pellett miró a proa y a popa, a barlovento y sotavento. Mucho horizonte a la vista, pero nada más. Por primera vez tuvo conciencia de la anormalidad de la situación.
-¿Cómo hemos venido tan lejos?
-Agarramos viento grande -explicó Karaki.
Pellett no estaba en condiciones de poner en duda esa afirmación, ni de adivinar, por el previsor abastecimiento de la barca, que no se trataba de una ocasional expedición de pesca terminada en alta mar por el azar de una tormenta. Pellett tenía otras cosas en que pensar. Algunas de esas cosas eran rosadas, y otras purpúreas, y otras abigarradas como un arco iris de sorprendente diseño, y todas sumamente nuevas e interesantes. Brotaban en muchedumbre de las vastas profundidades para entretener a Christopher Alexander Pellett. Y lo conseguían.
A un hombre que ha estado macerado en alcohol durante dos años es imposible suprimírselo sin obtener resultados más o menos pintorescos. Hubo días en que la proa atravesó los desiertos mares del sur dejando tras sí una estela de vociferados madrigales y coros. Atado de pies y manos, amarrado bajo un banco de bogar, Pellett desvariaba en torno a los versos de su inocente juventud. Cosa extraña de oír, si alguien lo hubiera oído, pero allí sólo estaba Karaki, a quien no le importaban los poetas menores de la época de Carlos I y en quien se desperdiciaban páginas enteras de Atalanta en Calidón. De tanto en tanto volcaba un cucharón de agua de mar sobre el hombre blanco, o tendía una esterilla para protegerlo del sol, o lo alimentaba a la fuerza con leche de coco. Era mal auditorio, pero excelente enfermero. Y dos veces al día peinaba las patillas de Pellett.
Entraron en la calma chicha. Pero el alisio los solivió otra vez, más suave que antes, de suerte que Karaki arriesgó poner proa al oeste, y entonces navegaron raudamente bajo un cielo brillante como un metal pulido.
“My heart is within me
As an ash in the fire;
Whosoever hath seen me
Without lute, without lyre,
Shall sing of me grievous things,
Even things that were ill
to desire....”
Así cantaba Christopher Alexander Pellett, cuyo rostro empezaba a parecerse cada vez más al de un hombre y cada vez menos a un racimo de algas podridas...
Siempre que la oportunidad se presentaba favorable, Karaki desembarcaba en la costa de sotavento de alguna de las diminutas islas que salpican la región de Santa Cruz y se las ingeniaba para cocinar arroz y papas en su balde de lata. Esto era peligroso. Un día arribaron a una isla habitada. Dos hombres blancos en un cutter salieron a detenerlos. Karaki no podía ocultar su condición de negro fugitivo, ni lo intentó. Cuando el cutter se acercó a cincuenta yardas de distancia, Karaki se reveló bruscamente como un negro fugitivo, pero provisto de un fusil. Y al irse, dejaba el cutter hundiéndose y a uno de los hombres, muerto.
-Hay un agujero de bala aquí, a mi lado -dijo Pellett, debajo del banco de bogar-. Será mejor que lo tapones.
Karaki lo taponó y libertó a su pasajero, quien se incorporó y empezó a desperezarse como si su cuerpo le inspirase cierta ingenua curiosidad.
-Así que eres real -observe Pellett mirando fijamente a Karaki-. Por Dios, ya lo creo, y eso es un consuelo.
Tenía razón. Karaki era muy real.
-¿Adónde llevas esta canoa?
-A Balbi -respondió Karaki, utilizando la palabra nativa que designa a Bougainville.
Pellett lanzó un silbido. Una evasión seguida de una travesía de ochocientas millas en un bote descubierto era una empresa considerable, que merecía su respeto. Por otra parte, acababa de tener una prueba incontestable de la eficiencia de aquel hombrecito negro.
-¿En Balbi tienes lo casa?
-Sí.
-Está bien, comodoro -dijo Pellett-. Adelante. No sé por qué me has embarcado de sobrecargo, pero cuenta con mi ayuda.
Era extraño -o quizá no-, pero aquel intervalo de su vida pasado en Fufuti se iba desvaneciendo de la memoria de Pellett a medida que el veneno del alcohol se disipaba en sus tejidos. El Christopher Alexander Pellett que emergía de la metamorfosis era el de sus años mozos: bastante arruinado, sin duda; flojo, indolente y despreocupado, en el mejor de los casos, pero con una dosis común de humanidad y una inteligencia algo superior a lo común.
Al principio se había sentido muy débil, pero la alimentación de cocos y batatas que le impuso Karaki dio un resultado maravilloso; llegó el momento en que se sintió capaz de gozar del amargo gusto de la espuma salina en sus labios y de olvidar durante horas enteras su ansia desesperada de estimulantes. Extraña tripulación, aquellos dos: el simple salvaje y el ebrio convaleciente, pero en ningún momento se discutió sobre quién estaba al mando de la embarcación. Y esto se advirtió perfectamente a la tercera semana de la travesía, cuando la comida empezó a escasear, y Pellett observó que Karaki no comía nada en todo el día.
-Oye, eso no está bien -exclamó-. Me has dado el último coco y tú no has comido nada.
-No me gustan -repuso Karaki brevemente.
En las largas horas de ocio, cuando los únicos sonidos entre el mar y el cielo eran el susurro de la espuma bajo la barca y el crujir y chirriar de las batangas, Christopher Alexander Pellett meditó acerca de muchas cosas. A veces su frente parecía contraída de dolor. No siempre es agradable ser arrancado al presente para volver a los recuerdos. Los recuerdos largamente sumergidos no son buena compañía. Había conocido los horrores del delirio. Ahora debía enfrentarse con los demonios aún más reales de su pasado que antes rehuyera.
Más ahora no podía escapar. Se resolvió contra ellos, y luchó, y los fue derrotando uno a uno. Después de veintinueve días en el mar, solo les quedaba, de sus provisiones, un poco de agua. Karaki la distribuía humedeciendo un trozo de corteza de coco y dándoselo a Pellett para que lo chupara. Y a pesar de las airadas protestas de Pellets, se negaba a probar una gota. Nuevamente el salvaje cuidó del indefenso Pellett, esta vez a lo largo de las últimas etapas de la sed, raspando las duelas del barril y ofreciéndole en la punta de un cuchillo el último residuo de humedad.
Y en el día trigésimo sexto de su partida de Fufuti, avistaron Choiseul, como una gran muralla verde que crecía lentamente en el oeste.
Ya al abrigo de sus promontorios, Karaki bien pudo gozar de su triunfo. Había elegido como destino el grupo de las Salomón, de unas seiscientas millas de largo. Pero haber acertado con cualquiera de ellas, en un barquichuelo semejante, sin instrumentos ni mapas, a través de corrientes marinas y tormentas, era toda una hazaña de navegación. Karaki, sin embargo, no festejó su proeza. Por el contrario, miraba larga y ansiosamente por encima del hombro en dirección al oeste.
El viento había soplado en rachas desde la mañana. Ahora parecía muerto sobre un mar sin embargo movedizo y aceitoso. Un barómetro habría formulado oscuras profecías. Karaki debió de adivinarlas, porque avanzó tambaleando hacia la proa y desmontó el pequeño mástil. Después amarró con firmeza todo su cargamento bajo los bancos, volcó en el canalete las fuerzas que le quedaban y puso el rumbo hacia una isleta avanzada, donde una mancha blancuzca era indicio de una playa. Habían tenido mucha suerte hasta entonces, pero aún estaban a dos millas de la costa cuando los sobrecogió la primera racha del huracán.
El propio Karaki estaba reducido a una matraca de huesos dentro de un pellejo seco, y Pellett apenas podía levantar una mano. Pero Karaki luchó por Pellett entre las olas que saltaban como murallas de fuego contra los arrecifes. Por qué o cómo llegaron a destino, es cosa que ninguno de ellos habría podido decir. Quizá estaba escrito que después del alcohol, la enfermedad, la locura y el hambre, el hombre blanco debía ser salvado, una vez más, de las aguas enloquecidas, por el hombre negro. Cuando encallaron en la costa de la isleta, ambos estaban casi desollados, pero vivos, y Karaki todavía sujetaba la camisa de Pellett...
Durante una semana permanecieron en la isla, Pellett engordando gracias a ilimitados atracones de cocos, y Karaki calafateando la proa. Ésta había llegado maltrecha y anegada, pero los tesoros de Karaki estaban a salvo. Un pescador nativo que pasaba por allí le dio la posición de la isla, y entonces Karaki supo que todos sus tesoros estaban a buen recaudo. Su isla natal yacía del otro lado del estrecho de Bougainville, frente al cual se encontraban.
-¿Balbi está allí? -preguntó Pellett.
-Sí.
-Menos mal -exclamó Pellett calurosamente-. Éste es el límite de la jurisdicción británica, muchacho. El gran amo inglés tiene que pararse aquí, no puede cruzar al otro lado.
Karaki lo sabía perfectamente. Sí había algo que temía en el mundo, era el Tribunal de Fiji y el Comisionado Residente de las islas Salomón del Sur, que ejercitaba una inflexible justicia en cuantos violaban su territorio. Una vez cruzado el estrecho, podrían acusarlo de haber robado mercaderías y no haber cumplido su contrato. Pero nunca -y esto era lo importante-, nunca podrían castigarlo por algo que hiciera en Bougainville.
Y ése era el motivo de la satisfacción de Karaki.
Christopher Alexander Pellett también estaba contento. Su cuerpo había sido purgado, raído y estrujado; había vencido a sus demonios. El aire perfumado, la limpia luz del sol, se posaban en sus labios y bajaban a su corazón. Sentía una nueva vitalidad en los huesos. A medida que recobraba las fuerzas solía nadar por la laguna interior de la isla o ayudaba a Karaki a remendar su proa. A veces se pasaba horas enteras tendido sobre la arena tibia o deleitándose en los delicados arabescos de una diminuta concha marina, canturreando en voz baja, mientras la marejada murmuraba a lo largo de la playa, saboreando la vida como nunca lo había hecho.
-¡Oh, esto es bueno... es bueno! -exclamaba.
Karaki lo intrigaba, más sin llegar a irritarlo, porque un asombro sonriente y pueril, un asombro por todas las cosas, le llenaba el alma. Pero meditaba en aquel salvaje taciturno que había coronado con el más raro de los sacrificios una devoción sin esperanza de gratitud. Y ahora que podía pensar sobriamente, el porqué de esa conducta se le escapaba. ¿Por qué? ¿Afecto? ¿Amistad? Debía ser eso. Y entonces Pellett experimentaba una cálida simpatía por aquel hombrecito silencioso, de ojos hundidos y cara inexpresiva, en la que era imposible suscitar jamás el gesto más insignificante.
-Eh, Karaki, ¿por qué no te ríes como yo? ¿Qué? ¿Tienes miedo por esas chucherías que robaste? Olvídate de eso, negro bribón. Si alguien te molesta, yo me entenderé con él. ¡Diablos, diré que las robe yo mismo!
Karaki se limitó a gruñir, y se sentó a limpiar su Winchester con un trozo de género y algunas gotas de aceite que había extraído prensando un coco seco.
-No, eso tampoco lo preocupa -murmuró Pellett, desconcertado-. Me gustaría saber qué piensas debajo de ese mono de colores que llevas en la cabeza, viejo. Eres como el gato de Kipling, que camina solo. Dios sabe que no soy ingrato. Ojalá pudiera demostrarte...
Se incorporó de un salto.
-¡Karaki! Yo soy lo amigo, ¿entiendes? Tú eres mi amigo. ¡Los dos somos amigos, palabra!... Eh, ¿qué dices?
-Sí -dijo Karaki brevemente. Miró a Pellett, después miró en dirección a Bougainville-. Sí -dijo-, palabra.
Y el negro isleño, inescrutable, incomprensible, siempre un enigma, seguía limpiando su fusil.
El epílogo se produjo dos días después, en Bougainville.
En un deslumbrante amanecer entraron en una bahía que parecía abrir a la barca enjoyados brazos de bienvenida. La tierra se extendía ante ellos con sus lujuriosos atavíos, entre dormida y despierta, sonrosada y sonriente, sensual, íntima, palpitante de vida, envuelta en tibios perfumes...
Éstas fueron algunas de las necias frases que Pellett balbuceó para sus adentros al saltar a tierra y correr hacia una elevación rocosa, para ver y sentir y guardar para sí todo el encanto de aquel sitio.
Entretanto Karaki, aquel hombrecito simple y eficiente, se ocupaba metódicamente en sus asuntos. Desembarcó sus rollos de tela, su tabaco, sus cuchillos y el resto de su botín. Desembarcó su caja de cartuchos, su fusil y su hacha. Las demás mercaderías habían sido un poco averiadas por el agua de mar, pero las armas estaban cuidadosamente limpias y pulidas...
Pellett declamaba versos en alta voz a la fascinante soledad, cuando percibió una suave pisada y se volvió, sorprendido, para encontrarse con Karaki parado tras él, con el fusil apoyado en la cadera y el hacha en una mano.
-Bueno -dijo Pellett alegremente-. ¿Qué quieres, viejo?
-Quiero. . . -respondió Karaki, brillando en sus ojos la extraña luz que había percibido Moy Jack, semejante al fulgor de un tiburón que se da vuelta para atrapar la presa-, quiero esa cabeza.
-¿Qué? ¡Una cabeza! ¿De quién? : . . ¿Mi cabeza?
-Sí -repuso Karaki simplemente.
Y esa fue la explicación. Ése era todo el misterio. El salvaje estaba prendado de la cabeza del inglés, y Christopher Alexander Pellett había sido traicionado por sus fatídicas patillas rojas. En el país de Karaki la cabeza de un hombre blanco, bien ahumada, vale más que la riqueza y la tierra, más que la fama de los jefes y el amor de las mujeres. En todo el país de Karaki no había una cabeza comparable a la de Pellett. Y Karaki había servido para conquistarla con la paciencia y la sencilla fe de un Jacob. Para esto había urdido sus planes, para esto había esperado y robado y asesinado; para esto había consumido el sudor de su cuerpo y la astucia de su mente, padecido hambre y mortificaciones, curado, atendido, alimentado y salvado a su hombre: para traer su cabeza viva y en pie -por así decirlo- al lugar donde podría cercenarla tranquilamente y gozar sin riesgo de los frutos de sus trabajos.
Pellett vio todo esto en un relámpago, lo comprendió en la medida en que un blanco podía comprenderlo, advirtió la elemental y estupenda simplicidad de toda la aventura. Y erguido en su roca, con sus nuevas fuerzas y su renovada lucidez, bajo la rubia promesa de la mañana, lanzó una carcajada que repercutió sobre las aguas y ahuyentó a las aves marinas de las peñas, la profunda carcajada de un hombre que comprende y acepta la última broma colosal de su destino.
Porque ahora el inventario corregido de los bienes de Christopher Alexander Pellett era éste: su nombre todavía intacto; las ruinas de unos pantalones de lienzo; sus preciosas patillas rojas... y un alma prolijamente rescatada, renovada, pulida, reanimada y devuelta a su dueño por su buen amigo Karaki.

“Thou shouldst die as he dies,
For whom none sheddeth tears;
Filling thine eyes
And fulfilling thine ears
With the brilliance... the bloom
and the beauty...”

Así cantaba Christopher Alexander Pellett sobre las aguas de la bahía. Y de pronto giró sobre sí mismo, abrió bien anchos los brazos y gritó:
-¡Tira, maldito! ¡A ese precio es barata!

raya
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Vie Abr 17, 2020 7:24 pm

Pa' l aburrimiento, ¿vio?
el autor es John Russell

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baupres
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por baupres » Sab Abr 18, 2020 10:21 am

Muy buenos días Raya; simplemente ¡excelente relato!, gracias por compartirlo... :P

Fuerte abrazo y a cuidarse... :D

gearhead
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por gearhead » Sab Abr 18, 2020 6:46 pm

Reconfortantemente racista! 😁

raya
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Registrado: Jue Oct 25, 2018 8:12 pm

Re: El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Lun Abr 20, 2020 1:11 am

Ya que lo reconforta, gearhead, le obsequio un relato verdaderamente racista, salido de la pluma de nuestro gran Roberto Arlt.
Ese relato también es náutico, pero por respeto a los espíritus sensibles lo pongo en el tacho de la basura. Ya sé que Arlt no merece eso, pero conociendo el paño...

gearhead
Mensajes: 551
Registrado: Lun Jul 23, 2018 9:27 am

Re: El precio de la cabeza

Mensaje por gearhead » Lun Abr 20, 2020 1:48 pm

Me reconforta por lo políticamente incorrecto. Bien ahí, Raya. Un abrazo.

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FinisTerra
Mensajes: 1280
Registrado: Vie Jul 20, 2018 9:41 pm

Re: El precio de la cabeza

Mensaje por FinisTerra » Lun Abr 20, 2020 8:22 pm

Muy bueno. Es esperanzador el continuar con las tradiciones de los oprimidos hasta...que algo cambie

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FinisTerra
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por FinisTerra » Lun Abr 20, 2020 8:25 pm

y yo que esperaba al arlt prometido sin saber del romance secreto con el engranaje en el OT

raya
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Mar Abr 21, 2020 12:00 pm

A ver si le cambia el humos, Finis, con este homenaje "náutico" al negro Fontova.

https://www.youtube.com/watch?v=0PdN6M4o3vg

Después le pongo un Arlt en este foro, ya que lo esperaba.

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arjona45
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por arjona45 » Mar Abr 21, 2020 12:19 pm

Muy buen recuerdo , cuantos años pasaron .

raya
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Mar Abr 21, 2020 12:23 pm

Capo total, el negro.

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FinisTerra
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por FinisTerra » Mar Abr 21, 2020 1:56 pm

Gracias Raya, te mando el vuelto...
https://www.youtube.com/watch?v=bkE__qvSE1g
Y sigo esperando a Arlt

raya
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Re: El precio de la cabeza

Mensaje por raya » Mar Abr 21, 2020 5:54 pm

Jajaja, qué maravilla ese negro.
Ya está lo prometido, en hilo nuevo, dedicado a todos quienes hayan sufrido una varadura alguna vez.

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