Navegación de placer, en el velero Ariel
Publicado: Mié Sep 11, 2019 4:24 pm
Me llamo Arthur Gordon Pym. Mi padre es un respetable comerciante en los almacenes navales de Nantucket, donde nací.
…………………….
En la escuela no tardé en establecer amistad con el hijo del señor Barnard, capitán de la marina mercante. Augustus se llamaba su hijo, y era casi dos años mayor que yo. Había hecho un viaje con su padre en el ballenero John Donaldson, y me hablaba sin cesar de sus aventuras en el pacífico sur.
Con el tiempo empecé a interesarme por lo que decía y poco a poco me entraron intensos deseos de hacerme a la mar. Por aquel entonces los Barnard tenían un bote de vela llamado Ariel, que bien valdría unos setenta y cinco dólares. El bote contaba con medio puente o tumbadillo y estaba aparejado como una balandra… no recuerdo su tonelaje, pero podía llevar cómodamente unas diez personas. Teníamos la costumbre de embarcarnos en este bote y hacer locuras tales que, cuando pienso en ellas, me parece un milagro estar vivo hoy en día.
Cierta noche hubo una fiesta en casa del señor Barnard y tanto Augustus como yo terminamos bastante embriagados. Como solía hacer en esos casos, acepté la mitad de su lecho en vez de volverme a casa. Mi amigo se durmió de inmediato, según creí, y sin decir ni una palabra de su tema favorito. Habría pasado media hora, y estaba a punto de dormirme yo, cuando Augustus se enderezó de golpe y, con un terrible juramento, afirmó que no se dormiría por todos los Arthur Gordon Pyn de la cristiandad, cuando soplaba una briza maravillosa del sur. Me quedé estupefacto, sin comprender lo que quería decir, y supuse que el vino y los licores le habían hecho perder el sentido. Pero Augustus continuó hablando fríamente, diciéndome que, aunque yo le suponía borracho, jamás había estado tan sobrio en toda su vida. Agregó que le fastidiaba meterse en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que tenía intención de vestirse y dar un paseo en el bote. No puedo decir lo que entonces sentí, pero tan pronto había pronunciado estas palabras un estremecimiento de placer y de excitación me recorrió el cuerpo, y consideré que tan alocada idea era una de las más deliciosas y razonables del mundo.
El viento era casi huracanado y hacía mucho frío, pues nos hallábamos a fines de octubre. Salté, sin embargo, de la cama, poseído por una especie de rapto, y declaré que era tan valiente como él, que estaba igualmente cansado de estar acostado como un perro y tan preparado para ir a divertirme como cualquiera de los Augustus Barnard de Nantucket.
Nos vestimos a toda prisa y corrimos al bote, que se hallaba anclado en el viejo muelle, al lado del almacén de maderas Pankey & Co., y su borda casi chocaba contra los ásperos troncos. Augustus embarcó y empezó a achicar la embarcación, que estaba casi inundada. Terminado esto, izamos el foque y la vela mayor y nos lanzamos resueltamente al mar.
Como ya he dicho, el viento soplaba del sur. La noche era serena y fría. Augustus había empuñado el timón y yo me instalé junto al mástil, sobre el techo del tumbadillo. Así navegamos a gran velocidad, sin que hubiéramos cambiado palabras desde ue perdimos de vista el muelle. Entonces pregunté a mi compañero qué rumbo pensaba tomar y a qué hora creía posible que estuviéramos de regreso. Silvó durante un rato y, por fin, repuso colérico:
-Yo sigo mar adentro. Tú puedes irte a casa, si prefieres.
Al mirarlo, y a pesar de su fingida nonchalance, advertí de inmediato que era presa de una extrema agitación. A la luz de la luna pude distinguir claramente su rostro: estaba más pálido que el mármol y le temblaba la mano de tal modo que apenas podía sujetar el timón. Me di cuenta de que algo andaba mal y me alarmé seriamente. En aquel entonces sabía yo muy poco de gobernar un bote y dependía por completo de la habilidad náutica de mi amigo. El viento, además, arreciaba con más fuerza y se nos hacía cada vez más difícil mantenernos al socaire. Pero me avergonzaba manifestar la menor vacilación y durante casi media hora permanecí callado. Al final, sin embargo, no pude más y pregunté a Augustus si no sería conveniente poner proa a tierra. Como antes, tardó más de un minuto en contestarme o dar señales de haberme oído.
-Más tarde…-dijo por fin-. Hay tiempo suficiente… Más tarde volveremos.
Ya me esperaba yo una respuesta parecida, pero algo en el tono de su voz me llenó de indescriptible espanto. Volví a observarlo con atención. Tenía lívidos los labios y las rodillas le entrechocaban a tal punto que apenas podía sostenerse en pie.
-¡Por el amor de Dios, Augustus!- clamé, aterrado hasta lo más hondo-. ¿Qué te pasa… qué ocurre? ¿Qué vas a hacer?
-¡Qué ocurre!- murmuró él, aparentemente muy sorprendido, soltando al mismo tiempo el timón y desplomándose al fondo del bote-. ¡Qué ocurre…! ¡No ocurre nada…! ¿No ves que… volvemos a tierra?
Como un relámpago supe toda la verdad. Corrí hacia él y lo levanté. Estaba ebrio, atrozmente ebrio, incapaz de tenerse en pie, de hablar, o de ver. Tenía los ojos vidriosos y, cuando lo solté, desesperado, rodó como un tronco en el agua del pantoque, de donde acababa de sacarlo. Era evidente que aquella noche había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su conducta, mientras estábamos acostados, era resultado de una enorme borrachera….
Es casi imposible figurarse el terror que experimenté. Desaparecidos los vapores del vino, me sentía en un estado de timidez y de irresolución. Sabía que era absolutamente incapaz de gobernar el bote y que el viento huracanado y el fuerte reflujo nos precipitaban hacia la muerte. Una tormenta se preparaba detrás nuestro; carecíamos de brújula y de provisiones, y si manteníamos nuestro rumbo actual, antes del alba perderíamos de vista la costa. Estos pensamientos y multitud de otros igualmente horribles cruzaron por mi mente con aturdidora rapidez y me mantuvieron paralizado al punto de impedirme hacer un solo movimiento. El bote cortaba el agua a terrible velocidad, a toda vela, sin un solo rizo en el foque o la vela mayor y la proa hundida en un mar de espuma. Fue un verdadero milagro que no cambiara de rumbo pues, como he dicho, Augustus había soltado el timón y yo estaba demasiado agitado como para pensar en cogerlo. Por suerte se mantuvo fijo y a poco logré recobrar mi presencia de ánimo. El viento, sin embargo, arreciaba con más furia. Y cada vez que nos alzábamos, después de habernos hundido de pro, el oleaje nos cogía por la bovedilla y nos inundaba. Yo había llegado a un grado tal de entumecimiento que casi no tenía conciencia de mis sensaciones. Por fin, reuniendo todo el coraje de la desesperación, corrí a la vela mayor y la solté de golpe. Como era de esperar, cayó sobre la proa y, al mojarse en el mar, arrancó el mástil, gracias a lo cual me salvé la vida. El bote siguió corriendo viento en popa, con una que otra ola barriendo la cubierta, pero el peligro de muerte inminente había pasado. Tomé el timón y respiré libremente al pensar que aún nos quedaba una posibilidad de escapar. Augustus seguía sin sentido en el fondo del bote pero, como corría riesgo de ahogarse, pues había más de un pie de agua, logré levantarle un poco, pasándole una cuerda por l cintur y amarrándola a una armella en el puente. Y así, después de hacer todo lo que podía en el estado de agitación y de frío que me dominaban, me encomendé a Dio y me decidí a soportar todo lo que me ocurriera con la mayor fortaleza posible. Apenas había tomado esta resolución cuando, repentinamente, un agudo y prolongado grito, un aullar como de mil demonios, pareció atravesar el aire que rodeaba el bote. Jamás, mientras viva, olvidaré el espanto que sentí en aquel momento. Se me erizaron los cabellos, la sangre se heló en mis venas y mi corazón cesó de latir; y así, sin levantar los ojos para descubrir la fuente de mi terror, caí inerte sobre el cuerpo de mi compañero.
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En la escuela no tardé en establecer amistad con el hijo del señor Barnard, capitán de la marina mercante. Augustus se llamaba su hijo, y era casi dos años mayor que yo. Había hecho un viaje con su padre en el ballenero John Donaldson, y me hablaba sin cesar de sus aventuras en el pacífico sur.
Con el tiempo empecé a interesarme por lo que decía y poco a poco me entraron intensos deseos de hacerme a la mar. Por aquel entonces los Barnard tenían un bote de vela llamado Ariel, que bien valdría unos setenta y cinco dólares. El bote contaba con medio puente o tumbadillo y estaba aparejado como una balandra… no recuerdo su tonelaje, pero podía llevar cómodamente unas diez personas. Teníamos la costumbre de embarcarnos en este bote y hacer locuras tales que, cuando pienso en ellas, me parece un milagro estar vivo hoy en día.
Cierta noche hubo una fiesta en casa del señor Barnard y tanto Augustus como yo terminamos bastante embriagados. Como solía hacer en esos casos, acepté la mitad de su lecho en vez de volverme a casa. Mi amigo se durmió de inmediato, según creí, y sin decir ni una palabra de su tema favorito. Habría pasado media hora, y estaba a punto de dormirme yo, cuando Augustus se enderezó de golpe y, con un terrible juramento, afirmó que no se dormiría por todos los Arthur Gordon Pyn de la cristiandad, cuando soplaba una briza maravillosa del sur. Me quedé estupefacto, sin comprender lo que quería decir, y supuse que el vino y los licores le habían hecho perder el sentido. Pero Augustus continuó hablando fríamente, diciéndome que, aunque yo le suponía borracho, jamás había estado tan sobrio en toda su vida. Agregó que le fastidiaba meterse en la cama como un perro en una noche tan hermosa, y que tenía intención de vestirse y dar un paseo en el bote. No puedo decir lo que entonces sentí, pero tan pronto había pronunciado estas palabras un estremecimiento de placer y de excitación me recorrió el cuerpo, y consideré que tan alocada idea era una de las más deliciosas y razonables del mundo.
El viento era casi huracanado y hacía mucho frío, pues nos hallábamos a fines de octubre. Salté, sin embargo, de la cama, poseído por una especie de rapto, y declaré que era tan valiente como él, que estaba igualmente cansado de estar acostado como un perro y tan preparado para ir a divertirme como cualquiera de los Augustus Barnard de Nantucket.
Nos vestimos a toda prisa y corrimos al bote, que se hallaba anclado en el viejo muelle, al lado del almacén de maderas Pankey & Co., y su borda casi chocaba contra los ásperos troncos. Augustus embarcó y empezó a achicar la embarcación, que estaba casi inundada. Terminado esto, izamos el foque y la vela mayor y nos lanzamos resueltamente al mar.
Como ya he dicho, el viento soplaba del sur. La noche era serena y fría. Augustus había empuñado el timón y yo me instalé junto al mástil, sobre el techo del tumbadillo. Así navegamos a gran velocidad, sin que hubiéramos cambiado palabras desde ue perdimos de vista el muelle. Entonces pregunté a mi compañero qué rumbo pensaba tomar y a qué hora creía posible que estuviéramos de regreso. Silvó durante un rato y, por fin, repuso colérico:
-Yo sigo mar adentro. Tú puedes irte a casa, si prefieres.
Al mirarlo, y a pesar de su fingida nonchalance, advertí de inmediato que era presa de una extrema agitación. A la luz de la luna pude distinguir claramente su rostro: estaba más pálido que el mármol y le temblaba la mano de tal modo que apenas podía sujetar el timón. Me di cuenta de que algo andaba mal y me alarmé seriamente. En aquel entonces sabía yo muy poco de gobernar un bote y dependía por completo de la habilidad náutica de mi amigo. El viento, además, arreciaba con más fuerza y se nos hacía cada vez más difícil mantenernos al socaire. Pero me avergonzaba manifestar la menor vacilación y durante casi media hora permanecí callado. Al final, sin embargo, no pude más y pregunté a Augustus si no sería conveniente poner proa a tierra. Como antes, tardó más de un minuto en contestarme o dar señales de haberme oído.
-Más tarde…-dijo por fin-. Hay tiempo suficiente… Más tarde volveremos.
Ya me esperaba yo una respuesta parecida, pero algo en el tono de su voz me llenó de indescriptible espanto. Volví a observarlo con atención. Tenía lívidos los labios y las rodillas le entrechocaban a tal punto que apenas podía sostenerse en pie.
-¡Por el amor de Dios, Augustus!- clamé, aterrado hasta lo más hondo-. ¿Qué te pasa… qué ocurre? ¿Qué vas a hacer?
-¡Qué ocurre!- murmuró él, aparentemente muy sorprendido, soltando al mismo tiempo el timón y desplomándose al fondo del bote-. ¡Qué ocurre…! ¡No ocurre nada…! ¿No ves que… volvemos a tierra?
Como un relámpago supe toda la verdad. Corrí hacia él y lo levanté. Estaba ebrio, atrozmente ebrio, incapaz de tenerse en pie, de hablar, o de ver. Tenía los ojos vidriosos y, cuando lo solté, desesperado, rodó como un tronco en el agua del pantoque, de donde acababa de sacarlo. Era evidente que aquella noche había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su conducta, mientras estábamos acostados, era resultado de una enorme borrachera….
Es casi imposible figurarse el terror que experimenté. Desaparecidos los vapores del vino, me sentía en un estado de timidez y de irresolución. Sabía que era absolutamente incapaz de gobernar el bote y que el viento huracanado y el fuerte reflujo nos precipitaban hacia la muerte. Una tormenta se preparaba detrás nuestro; carecíamos de brújula y de provisiones, y si manteníamos nuestro rumbo actual, antes del alba perderíamos de vista la costa. Estos pensamientos y multitud de otros igualmente horribles cruzaron por mi mente con aturdidora rapidez y me mantuvieron paralizado al punto de impedirme hacer un solo movimiento. El bote cortaba el agua a terrible velocidad, a toda vela, sin un solo rizo en el foque o la vela mayor y la proa hundida en un mar de espuma. Fue un verdadero milagro que no cambiara de rumbo pues, como he dicho, Augustus había soltado el timón y yo estaba demasiado agitado como para pensar en cogerlo. Por suerte se mantuvo fijo y a poco logré recobrar mi presencia de ánimo. El viento, sin embargo, arreciaba con más furia. Y cada vez que nos alzábamos, después de habernos hundido de pro, el oleaje nos cogía por la bovedilla y nos inundaba. Yo había llegado a un grado tal de entumecimiento que casi no tenía conciencia de mis sensaciones. Por fin, reuniendo todo el coraje de la desesperación, corrí a la vela mayor y la solté de golpe. Como era de esperar, cayó sobre la proa y, al mojarse en el mar, arrancó el mástil, gracias a lo cual me salvé la vida. El bote siguió corriendo viento en popa, con una que otra ola barriendo la cubierta, pero el peligro de muerte inminente había pasado. Tomé el timón y respiré libremente al pensar que aún nos quedaba una posibilidad de escapar. Augustus seguía sin sentido en el fondo del bote pero, como corría riesgo de ahogarse, pues había más de un pie de agua, logré levantarle un poco, pasándole una cuerda por l cintur y amarrándola a una armella en el puente. Y así, después de hacer todo lo que podía en el estado de agitación y de frío que me dominaban, me encomendé a Dio y me decidí a soportar todo lo que me ocurriera con la mayor fortaleza posible. Apenas había tomado esta resolución cuando, repentinamente, un agudo y prolongado grito, un aullar como de mil demonios, pareció atravesar el aire que rodeaba el bote. Jamás, mientras viva, olvidaré el espanto que sentí en aquel momento. Se me erizaron los cabellos, la sangre se heló en mis venas y mi corazón cesó de latir; y así, sin levantar los ojos para descubrir la fuente de mi terror, caí inerte sobre el cuerpo de mi compañero.