Igualmente, no se preocupen, que esta es mi última incursión con estos temas. Mis hijos me han recomendado que haga como Juan Rulfo; que luego de haber escrito Chata Peligrosa y El Astillero, me quede quietito a esperar el premio Novel. En eso estoy desde hace unos diez años, y ya estos algo desesperanzado, claro que la línea fija no funcionó por algún tiempo y el correo en Tigre no es de lo mejor. Veremos que pasa con la corona sueca, pero creo que la intención de mis hijos es que deje esto para otros más calificados.
EL ASTILLERO
No tendría más de cinco años la primera vez que fui de la mano de mi viejo. Ya el cruce del Luján en la vieja canoa de popa cuadrada, después de llamar a los gritos a quien oficiaba de botero, marcaba el inicio de una aventura no desprovista de temores; era otro mundo nuevo y desconocido ese que estaba a veinte cuadras de casa. Ya en el astillero, conocí a su dueño, un uruguayo de Carmelo llamado Otto Wolcoff, que había sido amigo de mi abuelo. Bastante viejo ya, gordo con tiradores que pronunciaban su generosa panza, bonachón, de gran paciencia y que se la pasaba haciendo bromas, mientras bajaba la cabeza y miraba pícaramente por encima de sus pequeños anteojos.-
Como ya era hora de cambiarle la timonera a la chat -La Lombardina- que mejor que el astillero de Don Otto, hombre muy conocido por aquellos años en la ribera, respetado por todo el mundo y que conocía a mi viejo desde su nacimiento en Conchillas.-
El trabajo era medio largo, ya que había que desmontar la vieja timonera, bastante podrida por cierto, y reemplazarla por la nueva ya construída en madera, pero había que colocarla haciéndole los ajustes necesarios, además de las instalaciones mecánicas y de electricidad.-
Mientras tanto, ya que estaba en tierra, se revisaba el casco, se le cambiaron unos cuantos rumbos, se pintó de cobre el fondo y con pintura al aceite las bandas, la cubierta y por supuesto la timonera.-
Flor de trabajo insumía la colocación de varias capas de lona embebidas en pintura asfáltica, que puestas en la toldilla rígida de popa que circundaba las bandas y la parte posterior de la timonera, servían para protegerla del sol y la lluvia. Increiblemente, ese trabajo minucioso y la aplicación de varias manos de una pintura inglesa, que venía en unas latas que parecían pequeños baldes de un galón –creo- cuya marca no recuerdo, daba un resultado tan bueno que mi viejo -exageradamente- tildaba de eterno.-
A ciencia cierta, ignoro cuanto tiempo tardaron los trabajos en el astillero, pero yo lo recuerdo como un largo verano y algunos meses más. Ibamos con el viejo a eso de las siete de la mañana, cruzábamos el Luján, él se ponía a trabajar en la chata, y yo a investigar ese mundo fantástico de cascos viejos abandonados, partes de grandes motores o restos de embarcaciones desperdigados por todos lados, con el seguro designio de que ese sitio sería su futura sepultura.-
Pasaba lo mismo en la quinta de mi viejo en el Paraná Miní. Del antiguo Aserradero El Cacique, donde trabajaron más de cuatrocientas personas a principios de siglo, quedaron desparramados por distintos lugares piezas de las grandes máquinas de vapor que hacían funcionar las sierras. Cada año que pasaba, esos hierros desperdigados se iban enterando un poco más en el suelo. Recuerdo dos ruedas muy grandes y pesadas que estaban separadas por tres o cuatro metros una de otra, a ambos costado del camino hacia el galpón. Una vez le pregunté al viejo, que se había hecho de una que ya no veía, y me señaló un gran círculo en el suelo, donde seguramente ya estaba enterrada por obra y gracia de los frecuentes repuntes.-
Con que naturalidad el hombre isleño respeta el mandato del medio que, a los ojos de la gente de la ciudad, se ve como mera desidia o abandono. Y aunque pudiesen tener razón no se las voy a dar, por el enorme placer de defender a mi viejo, hasta en sus aparentes errores.-
Volviendo al asunto del astillero, no fue poca cosa lo que conocí allí. Subí mas de una vez a un submarino –creo que era en Santiago del Estero-, que estaban reparando en el astillero Cadenazzi, lindante al de Don Otto, y hasta pude ver flotando y entero al casco de cemento cuyos restos están hace más de cincuenta años casi enfrente al centro Naval de Tigre, que dicho sea de paso, no navegó nunca.-
Como Don Otto ya estaba bastante viejo, mucho no trabajaba; mas bien diría que se la pasaba entretenido, contando anécdotas, cargando a uno que le gustaba el chupi un poco más que a él lo que ya era decir mucho y, su actividad fundamental, era la de preparar el puchero todos los días; invierno y verano.-
A eso de las nueve de la mañana, cruzábamos al continente en la canoa, entrabamos a un boliche que aún hoy está en la esquina frente al Centro Naval, se tomaba una cañita, me convidaba una Bidú o una Spurcola, y nos íbamos a comprar la carne, panceta, algunas orejas o patas de de chancho, y demás verduras para el puchero, al que nunca le faltaba el repollo crespo, cuyas hojas eran casi tan grandes como las de un diario.-
La comida en las improvisadas mesas armadas con tablones y sillas de todo pelaje era una verdadera fiesta. Por supuesto que comía todo el que estuviera trabajando en el astillero, marinero, patrón, isleño, dueño de algún crucero, ahí todo el mundo compartía la mesa sin distinción alguna de rango, billetera o prosapia. Aunque enseguida de comer había que volver a trabajar, siempre había una rato para la sobremesa, mucho más generosa para las anécdotas y bromas, disparadas por el vino compartido entre la gente de trabajo.-
Había un tinglado viejo con unas cabreadas de pinotea y un par de depósitos para guarda de herramientas. Los cables de acero y cadenas, algunas de eslabones muy grandes, andaban por todos lados. Era llamativo como en las cabreadas se colgaban pastecas, sogas viejas o algunas artes de pesca, literalmente carcomidas por el paso de los años contando con la vigilia perpetua de viejas e inmensas telas de araña.-
La fragua estaba a la izquierda, a poco de entrar al galpón. Ahí fue donde mi viejo cocinó un pacú de dieciocho kilos, que le regalara un pescador a Don Otto, ante sus numerosos encargos, para satisfacer el antojo de mi viejo. Como era tan grande el bicho, tuvo que usar la sartén de fierro de gruesa chapa como si fuera una plancha, y que era de algo menos de un metro de diámetro, con brasas en la tapa, ya que por el peso era imposible darla vuelta.-
Al fondo del galpón, ya empezaba el monte cerrado de la isla, toda una aventura para meterse por las picadas, rodeadas de selva en galería, como le llaman ahora los que saben. El río Luján en esos años –hablo de 1957 más o menos- estaba limpio, se podía bañar y pescar tranquilamente; hasta había conchillas de crustáceos como los del mar y los más abundantes eran los mejillones, algo más chicos que los de agua salada, pero también con nácar en su cara interior.-
Por supuesto que el mate y la comida se hacían con el agua del río, filtrada, algunas veces. Quien tomó alguna vez mate con agua de varadero, dicen que no se va más de la ribera.-
El varadero se formaba por gruesos tirantes de madera dura, hermanados con bulones unos con otros entre paralelos y transversales al río, describiendo un plano inclinado que dejaba unas pequeñas piletas rectangulares entre ellos; allí me bañaba de lo lindo, pudiendo elegir uno de mayor o mejor profundidad, según me alejara o no de la costa.-
El olor de la viruta de madera, de las estopas embebidas con aceite para, luego de ser retorcidas puestas entre las tracas, con los golpes secos de los calafates, aún perduran en mi memoria. La frecuencia del golpe con la gran mandurria sobre el calafate de hierro –pitarrasa- , haciéndose cada vez más agudo a medida que la estopa o el pabilo iban sellando convenientemente las grietas del casco, eran una exhibición de destreza y esfuerzo notables. Estos artesanos de la ribera eran respetados por la calidad de sus trabajos, que les otorgaban prestigio en la costa, al punto de confundirse su virtuosismo en el trabajo con tu personalidad toda.-
No tendría más de cinco años, y cada vez que paso por la costa de enfrente, parece que estoy cruzando el Luján nuevamente en la vieja canoa, jugando en ese mismo río, escuchando el ruido del mismo calafate y por comer el mismo puchero de Don Otto, ese con panceta, orejas de chancho y repollo crespo .-